Cuando Mauricio mi tío cayó al suelo, yo
estaba contemplando con ojos de asombro la catedral de Colonia, el templo
gótico más importante de Alemania, justo en el momento en que levanto la mirada
para entrar en consonancia con la luz que atraviesa los vitrales tan altos que
se hace imposible advertir sus complejas formas, en ese mismo momento Mauricio
clavaba su mirada en el anden de concreto, escalonado, desigual, tan bajo y
oscuro que no alcanzó a ver las complejas deformaciones que le abrirían paso a
su muerte.
El día es azul en Jericó, con dos nubes
furtivas que el sol mira con desprecio, al mismo tiempo el día en Colonia es
una tarde naranja, con un sol adormilado incapaz de llegar a su cenit.
En la esquina dónde cae Mauricio huele a
pandequeso, café y pollo asado, el cemento húmedo desprende un tufillo de orín
de perro y una señora barre la calle con rítmico acento, mientras las hojas
juguetonas vuelven a caer dónde ya está barrido.
En el atrio, se aglomeran turistas para
ver las fotos de la catedral cuando fue bombardeada durante la guerra, la
concurrencia se extiende hasta la fila de ingreso donde hombres y mujeres con
cámaras al pecho y coronados con gorras de béisbol, se aprestan a ingresar al
epicentro del arte gótico, el calor espeso despierta un hedor a orín de perro
en el atrio de este monumento europeo.
Dos mujeres que toman café cerca
auxilian al hombre que tendido en el suelo esboza una sonrisa tímida, sin
angustia, no alardea de su agónico estado, se deja llevar, es un hombre
solitario que inicia su viaje de regreso a la nada.
Dejando atrás la catedral y su místico
resplandor ojival, a pocos metros se alza el puente sobre el río Rin. Allí, los
amantes dejan candados entrelazados con sus iniciales, es una forma de enlazar
la relación, eso me espanta, una relación no puede tener ni candados ni
cadenas, todo lo que se ata se asfixia. Camino hasta el otro extremo del
puente, al regresar el Rin no es el mismo río, en urgencias del hospital Mauricio deja caer una
lágrima leve sobre la funda de la almohada en la que su cabeza no encuentra
reposo.
Al lado de la catedral está el museo
Ludwig, y otro de arte romano germánico, me nutro de arte, experimento una
exquisita emoción estética, de repente viene
a mi mente la imagen de mi padre - ¿cómo disfrutaría si estuviera aquí? me digo,
y cómo una epifanía viene una respuesta: - Aquí está, yo soy el, soy la forma
que se inventó para ir más allá, soy sus ojos, su consciencia, su asombro, a
través de mis ojos miran él, mi abuelo, mis tíos, porque nada de lo que soy es
ajeno, es propio, es mi sangre, es mi piel la depositaria del estremecimiento
de mi clan familiar -.
Al lado del hospital, donde preparan la
ambulancia que llevará a Mauricio a la ciudad dónde esperan darle una esperanza
de sanación, también hay un templo gótico, pero su belleza no es apreciada, sus
dos torres de aguja se resisten al notable abandono y deterioro, y se hunden en
el cielo azul como buscando un poco de dignidad en las alturas.
Días después mientras es mañana en Europa,
ocurre la noche más larga de Mauricio, la definitiva, se va silente como
fue su vida, discreto, impenetrable, murió sin detalles de lujo, ni rimbombante
protocolo, al día siguiente muere el alcalde del pueblo, los habitantes lloran
la pérdida del único hombre que en su magín cumplió con las expectativas que
los vivos no cumplieron.
Siendo las diez y media de la noche en
Düsseldorf, todavía con luz de día mi hermana envía un mensaje de texto breve,
contundente. Mauricio se murió, al leerlo una sonrisa tímida y nerviosa se asoma
en mi rostro, una lágrima me asiste al tiempo en que se desploma dentro de mi
él templo que me soporta la existencia, una de sus columnas se acababa de
vencer; el sol aquella noche, caprichoso, estuvo en lo más alto pretendiendo
brillar una vez más de manera inútil.
CARLOS ANDRÉS RESTREPO ESPINOSA
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