jueves, 28 de septiembre de 2023
miércoles, 13 de septiembre de 2023
SONATA
Dios creo al hombre y el hombre inventó el ruido y con éste, pobló la tierra de un batiburrillo tan estrepitoso que desde entonces no volvió a escuchar a Dios, porque Él habla en el silencio y el hombre no entiende ese lenguaje, por eso grita, estridula, vocifera, gruñe y en ocasiones canta. Una única y feliz época se prestó para el buen cantar, pero duró poco, en adelante todo fue estridencia, saturación, decibeles irrumpiendo las frecuencias sagradas; el solfeggio se volvió un mito y el niño solo ante el caos sigue cantando, como anunciaron Deleuze y Guattari en su complejo ritornelo. Son un par de filósofos que me procuraron muchas canas cuando era un novicio estudiante de la estética, ahora puedo decir que los entendí viendo la película Gravity (2013) del director Alfonso Cuarón, justo cuando la protagonista se enfrenta al caos de la caída, en la radio de su cápsula un niño canta ¡Fantástico! Eso sí que es una agnición, entre más perdido éste el humano, entre más ruido tenga dentro de sí, con mayor razón tendrá que manifestarlo en el exterior. Eso explica que un pueblo en torno a sus fiestas no tenga otro escenario que un tablado en el centro de la plaza en torno al ruido, a un volumen tal que ni el más remoto pensamiento de silencio tiene la oportunidad de manifestarse en esas tristes almas que de dicha beben, gritan y bailan sin encontrar una estrategia para evitar su propio caos.
Existe tanto ruido que no
podemos permitirnos un segundo de silencio, la banda sonora de la cultura
popular no llama a engaños, y que no se diga que estoy siendo clasista porque
el mal gusto, además de la propensión de ofrecer eventos musicales
desconociendo la relación entre el umbral de la audición y la presión sonora de
la fuente de sonido, un ejercicio básico para entender el universo del
decibelio, no escapan a eventos de alta curaduría intelectual nacidos del heno
de Abraham y parodiados por estos pagos. En la última ocasión “yo vide una moza
umbrosa despellejar el lomo de mis abuelos” en plena plaza de Bolívar y Parque
de Reyes, con la anuencia y aplauso de sordos, sordas y sordes, porque con
tanta rabia contra lo masculino, el yunque, el martillo y el estribo terminaron
de yunca, martilla y estriba y la calle un cuadro de ezquizofonía digno de lo
que “semos”.
Lo del ruido es tan tremendo
que puedo escuchar el ruido que va profiriendo esta columna que escribo pasado
el tiempo de la entrega, con la intención tal vez de solo escribir por escribir
sin una idea en concreto, pienso en que la próxima vez puedo pedir que publiquen
mi pagina en blanco y quizás así, sea más coherente con este intento de sordina.
Mis dedos sobre el teclado
hacen mucho ruido y no me dejan apreciar el vértigo de esta caída constante,
eso me recuerda a un personaje de Ray Bradbury, se llama Hollis, está cayendo
en picada y antes de entrar en la atmosfera terrestre y volverse cenizas, se
pregunta qué hacer para enmendar la mezquindad de sus actos. Hay mucho ruido en
su mente y además está solo, lo único que anhela finalmente es que alguien lo
vea cuando se vuelva una bola de fuego y en efecto, cuando ya no hay ruido,
cuando no hay pensamientos, cuando el silencio por fin acalla al personaje, un
niño que pasea con su mamá ve una estrella fugaz pasar por el polvoriento cielo
de Illinois, y pide un deseo.
Toda una utopía pensar en el
silencio como un camino espiritual, en algunos conventos se practica y algunas
personas por cansancio o esnobismo, por preciados instantes callan, pero
después hacen más ruido porque es más fácil unirse al feliz torbellino que
asumir la responsabilidad de nuestro silencio íntimo.
Así, que me entrego al ruido, yo
que soy todo corazón de mango del Sinú, aquí estoy gritando para que alguien en
algún cielo polvoriento o potrero del planeta, entienda mi mensaje o al menos
sepa que alguna vez existí.
Carlos Andrés Restrepo
Espinosa
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