miércoles, 13 de septiembre de 2023

SONATA


Dios creo al hombre y el hombre inventó el ruido y con éste, pobló la tierra de un batiburrillo tan estrepitoso que desde entonces no volvió a escuchar a Dios, porque Él habla en el silencio y el hombre no entiende ese lenguaje, por eso grita, estridula, vocifera, gruñe y en ocasiones canta. Una única y feliz época se prestó para el buen cantar, pero duró poco, en adelante todo fue estridencia, saturación, decibeles irrumpiendo las frecuencias sagradas; el solfeggio se volvió un mito y el niño solo ante el caos sigue cantando, como anunciaron Deleuze y Guattari en su complejo ritornelo.  Son un par de filósofos que me procuraron muchas canas cuando era un novicio estudiante de la estética, ahora puedo decir que los entendí viendo la película Gravity (2013) del director Alfonso Cuarón, justo cuando la protagonista se enfrenta al caos de la caída, en la radio de su cápsula un niño canta ¡Fantástico! Eso sí que es una agnición, entre más perdido éste el humano, entre más ruido tenga dentro de sí, con mayor razón tendrá que manifestarlo en el exterior.  Eso explica que un pueblo en torno a sus fiestas no tenga otro escenario que un tablado en el centro de la plaza en torno al ruido, a un volumen tal que ni el más remoto pensamiento de silencio tiene la oportunidad de manifestarse en esas tristes almas que de dicha beben, gritan y bailan sin encontrar una estrategia para evitar su propio caos.

Existe tanto ruido que no podemos permitirnos un segundo de silencio, la banda sonora de la cultura popular no llama a engaños, y que no se diga que estoy siendo clasista porque el mal gusto, además de la propensión de ofrecer eventos musicales desconociendo la relación entre el umbral de la audición y la presión sonora de la fuente de sonido, un ejercicio básico para entender el universo del decibelio, no escapan a eventos de alta curaduría intelectual nacidos del heno de Abraham y parodiados por estos pagos. En la última ocasión “yo vide una moza umbrosa despellejar el lomo de mis abuelos” en plena plaza de Bolívar y Parque de Reyes, con la anuencia y aplauso de sordos, sordas y sordes, porque con tanta rabia contra lo masculino, el yunque, el martillo y el estribo terminaron de yunca, martilla y estriba y la calle un cuadro de ezquizofonía digno de lo que “semos”.

Lo del ruido es tan tremendo que puedo escuchar el ruido que va profiriendo esta columna que escribo pasado el tiempo de la entrega, con la intención tal vez de solo escribir por escribir sin una idea en concreto, pienso en que la próxima vez puedo pedir que publiquen mi pagina en blanco y quizás así, sea más coherente con este intento de sordina.

Mis dedos sobre el teclado hacen mucho ruido y no me dejan apreciar el vértigo de esta caída constante, eso me recuerda a un personaje de Ray Bradbury, se llama Hollis, está cayendo en picada y antes de entrar en la atmosfera terrestre y volverse cenizas, se pregunta qué hacer para enmendar la mezquindad de sus actos. Hay mucho ruido en su mente y además está solo, lo único que anhela finalmente es que alguien lo vea cuando se vuelva una bola de fuego y en efecto, cuando ya no hay ruido, cuando no hay pensamientos, cuando el silencio por fin acalla al personaje, un niño que pasea con su mamá ve una estrella fugaz pasar por el polvoriento cielo de Illinois, y pide un deseo.

Toda una utopía pensar en el silencio como un camino espiritual, en algunos conventos se practica y algunas personas por cansancio o esnobismo, por preciados instantes callan, pero después hacen más ruido porque es más fácil unirse al feliz torbellino que asumir la responsabilidad de nuestro silencio íntimo.

Así, que me entrego al ruido, yo que soy todo corazón de mango del Sinú, aquí estoy gritando para que alguien en algún cielo polvoriento o potrero del planeta, entienda mi mensaje o al menos sepa que alguna vez existí.

 

Carlos Andrés Restrepo Espinosa

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