Dentro de su cuerpo no tenia donde vivir, se dijo mientras
observaba a la mujer que de manera parsimoniosa iba cubriendo su desnudes,
ajeno al delirio recién vivido en el abismo de aquella carne, no por omisión
sino por buscar esa claridad que de nada sirve, se dijo así mismo que jamás volvería
a verla.
La había conocido una noche cantando en un bar, siempre
le llamaron la atención las cantantes y siempre fueron estas la que más
laceraron su alma, lo poco que sobrevivía a las quemaduras de tercer grado en
las batallas que solía librar entre las sabanas, lo remataba un canto susurrado
en su oreja mientras los grillos dejaban de hacer lo propio y los vestigios de
un nuevo día destellaban por las hendijas del calabozo que tenían por cuarto.
Su amor se prolongó más allá del medio día, no comieron,
el vino abundaba, el frenesí arreciaba en
sus bocas hambrientas de sexo, se despedazaban, libaban sus sexos como abejas, sentían
los pinchazos del delirio atravesar sus lenguas, la piel sucumbía en ardores y
se acercaban tanto que por momentos era difícil saber quién era quien, una sola
respiración ocurría y al final un grito desgarrador que los unía en el paroxismo
de la dicha, soltaban al unísono una carcajada demente que era escuchada por
los vecinos como un mensaje del infierno.
Así vivieron un tiempo sin memoria, sin medida, el
desenfado en la piel, la ropa jamás volvió a interferir en la caricia, desde
que entraron al cuarto de aquella pensión de buena muerte, no volvieron a vestirse,
el ambiente estaba cargado del olor característico que dejan la juntura de dos
cuerpos, se respiraba un dulzor acido, el sudor y el olor a guardado que tienen
los cuartos viejos terminaban siendo uno solo.
Por un instante en aquel interior no entro la vida, los
amantes hicieron una vida independiente, ni el sol, ni el aire viciado de
magnolias y ramajes verdes logró atravesar las hendijas de la puerta,
respiraron sus propios alientos de vida, los vahos alicorados pulularon en el
recinto, las sabanas no ocultaron los mapas de humedad y sobre sus dobleces imaginaron
montañas por las que resbalaron de nuevo en danzas de jadeos excitantes, magistrales,
estaban a punto de encontrar el clímax superior, el estallido final y lo
consiguieron, murieron al final por tres días.
Al amanecer del lunes se despertó de un sobresalto, la
cabeza le daba vueltas, miro a su costado y allí aún dormía la mujer que había conocido
el fin de semana, se levantó tomó su ropa y se vistió de nuevo, pero no supo a
donde ir, se sentó frente a la cama y contempló aquel cuerpo desnudo, sabiendo
que afuera lo esperaba su vida, decidió quedarse para ver con sus propios ojos
el despertar de la joven a la que se le había adelantado en la resurrección.
¿Entiendes eso? has muerto y fuiste más feliz de lo que
en vida, pensó, y volvió a desnudarse y se metió en la cama decidido a no salir
jamás de aquel espacio, había encontrado su lugar en el mundo, se recostó y rápido
volvió a quedarse dormido.
Sintió un ligero movimiento que lo sacó del confortable
sueño, la mujer se estiraba para contestar el teléfono; era su novia, le reprochaba
haber estado ausente tanto tiempo, a pesar del afán propio que la situación indicaba,
ella empezó a ponerse de nuevo su ropa ,
fue en ese momento en que él se dio cuenta que dentro de su cuerpo no tenia
donde vivir, observó a la mujer vestirse de manera parsimoniosa, vio como fue cubriendo
su desnudes y ajeno al delirio recién vivido en el abismo de aquella carne, no
por omisión sino por buscar esa claridad que de nada sirve, se dijo así mismo
que jamás volvería a verla.
CARLOS ANDRÉS RESTREPO ESPINOSA