miércoles, 24 de abril de 2019

UNA DE ROMANOS


DE LA PRIMERA CARTA DE ANDRES RESTREPO A LOS ROMANOS

En la vía Aurelia 366 a pocas cuadras de la estación Baldo Degli Ubaldi sentí hambre, busqué  alrededor y el viento me trajo un aroma que seguí olfateando como lo hacen los dibujos animados, encontré un pequeño lugar de comidas caseras llamado Osteria Antichi Sapori da Leo, un diminuto cubo en el que cabe el sabor de Roma; el lugar a pesar de sus dimensiones está bien distribuido, las mesas se pegan unas a otras haciendo que los comensales deban abrir espacio a los que  llegan poniéndose de pie y permitiendo el paso, pues las mesas puestas en fila no permiten otra manera de acceso.

En aquel cubículo en el que comensales de toda la vida suelen almorzar, me encuentro pidiendo una copa de vino tinto con una bruschetta mientras ojeo el menú para decidir por el primer plato, entre un pannette all’arrabbiata o un Risotto al Radicchio, elijo el pannette, doy sorbos al vino de casa que me sabe a nostalgia de domingo en la tarde, la decoración del lugar es estrafalaria, aunque austero el espacio no le falta el aire acondicionado,  fijados a la pared cuadros de infantas en poses greco-romanas, una pintura de un hombre con sombrero de paja comiendo frijoles, fotografías de futbolistas y varios recortes de periódico enmarcados de manera insulsa en los que aparecen crónicas hechas al dueño del lugar que es el mismo que sirve y va de mesa en mesa tras el llamado de “Leooo”, cantado como solo los italianos saben entonar.
El lugar es tradicional, famoso en la ciudad, pero no es un sitio para turistas, es un comedor de barrio.

Leo olvida mi orden o la ignora, tengo la sospecha de que su esmero prima sobre su clientela de toda la vida, me distraigo leyendo un aviso que hay en la pared que dice: “No tenemos wifi, solo vino y navegue qué es un placer”. Al no llegar mi plato decido entonarme y  canto el nombre del dueño - Leooo -, y al instante viene atento hacia mí y en un italiano improvisado pero con la sagacidad de un muerto de hambre, le reclamo mi plato y acto seguido, le anuncio mi decisión de morir allí sobre el mantel de cuadros blancos y rojos, deja salir una risotada y dice - que divertido nuestro visitante, sale un pannette all’arrabbiata para el colombiano que está rrabbiato -, todos miran sonríen y siguen en lo suyo.  La comida llega y de una vez le ordeno el segundo plato que elijo sin pensar, un pollo a la cazadora; me llamó la atención el plato porque ese menú lo ofrecen cada tanto en el salón Versalles en Medellín, y pues había que ver para comparar y en efecto, fue todo un acierto y debo decir que muy similar al que ofrece el otro Leo en la capital de Antioquia.

Un hombre de notable presencia atraviesa la puerta del lugar, al verle sospecho que es un romano, un romano que obedece a la idea que desde niño había tenido de un romano, idéntico a Ernest Borgnine en el papel del centurión en la miniserie anglo italiana Jesús de Nazaret, de Franco Zeffirelli que vi año tras año todas las semanas santas cuando en mi país había televisión pública; con asombro veo que el centurión se sienta a mi lado, recuerdo que el señor Borgnine era americano, pero su caracterización le quedó  excelente pues el personaje que tengo justo ahora enfrente tiene la misma edad, el mismo porte e idéntica mirada, no del actor, sino del personaje que encarnó y que yo de niño jamás imaginé que un día se sentaría a mi lado en un modesto restaurante de un barrio popular en Roma.

Me pongo de pie, abro paso, yo no se si decirle Don Ernest, su excelencia centurión o como le va romano, le sonrío y le enseño la silla, él toma asiento,  lo atienden como a todo un centurión, no ordena, es como si el mesero ya supiera qué quiere su cliente, le traen vino, pan, un poco de queso y al instante un plato de “Bombolotti alla Matriciana”, al mismo tiempo yo estoy terminando mi segundo plato, reparo de nuevo en el menú por si hay un postre de mi apetencia o si me decido por un expreso con grapa, dosis que ha hecho la vida más hermosa en mi recorrido por Italia. Estaba en esas cuando el personaje se me queda mirando y me dice que de que parte de España soy y le digo que de la parte de Colombia y se sorprende, - ¿un colombiano?, nunca había estado con un colombiano en la misma mesa -, dijo con una voz que no se parecía en nada a la de los romanos que yo conocía en las famosas cartas de San Pablo, así que con mucho esfuerzo de mi parte e introduciendo por momentos frases al traductor del celular, pude tener mi primera conversación profunda con un romano de verdad.

Habló de la guerra, pidió mas vino, me enseñó su alma en la conversación, agradeció mi visita, dijo que Italia era un país de gente humilde, que en la mesa se resuelve la vida, nos quedó del pasado su peso, el portento de una ilustración que terminó cegándonos, la escasez reina aún en los grandes castillos; sin dejar de hablar va trenzando en su tenedor de manera magistral unos hilos de su pasta y me ofrece diciendo, - Quiero que pruebe, esta es comida de pobre, pero es la que nos ha permitido a los Italianos no desfallecer de hambre pues la pasta nunca falta si se comparte, pruebe usted este sabor para que no olvide que los pobres cuando comemos acompañados, la comida sabe mejor. -. Con lágrimas en los ojos recibí el tenedor y comí de su plato, aquel inmenso gesto me conmovió y esclareció la gracia de las palabras: “Tomad y comed todos de este pan”.
En aquel estado de agnición comprendí que aquel había sido el motivo de mi viaje, ni San Pedro con su mercado de indulgencias, ni Florencia en su esplendor, ni Venecia con sus manías acuáticas, superaron el acto de aquel hombre nada común, los hechos que cambian nuestra vida suelen venir de las personas que nos ofrecen la posibilidad de acercarnos un poco a eso que nos queremos parecer.

Carlos Andrés Restrepo Espinosa


MIRAR DE FRENTE

  -No mires con disimulo, mira fijamente - aconseja Gurdjieff a su hija. Desde pequeño escuché decir que los ojos son el espejo del alma, ...