Nos quitaron la voz, nos llenaron de miedo, hicieron que los abuelos les temieran a sus nietos, que los hijos secuestraran a sus padres en cuatro paredes, dijeron que los abrazos eran peligrosos, un apretón de manos un arma mortal y la fiesta un acontecimiento fatal que había que disuadir como fuera de las plazas, los clubes, las salas familiares y, sin exagerar, del mismo corazón.
Pero
fíjese usted, aquí seguimos cantando en actitud estoica frente al dragón que
vocifera pánicos, muertes y entubamientos, cierto es que algunos han caído,
pero vaya usted a saber el verdadero motivo, la muerte es solo la muerte, pero
aquí la bautizan con un solo nombre, se añoran los tiempos en que se podía
morir de mal de amor o bicho seco, de cansancio o de risa, póngale para ser
sensatos, morirse de vergüenza. No creo en comunicados oficiales, que
generalmente son más peligrosos que las noticias falsas, nótese incluso la
pésima oratoria y la incoherencia del que aparece ante cámaras, generalmente un
político parloteando lo que no sabe ante un pueblo que se cree todo lo que
escucha y que se encarga de amplificar la intimidación de boca en boca,
generando el estrés que deprime al sistema autoinmune haciendo que te mate
hasta un uñero inconado, según este “modus operandi” más que muertos de gripe,
tendremos muertos del virus del miedo y este es doblemente terrible porque no
mata, sino que te quita la dicha de estar vivo.
Cuando
alguien me viene a echar cuentos invoco a Juan Sayago el protagonista de Tiempo
de Morir de García Márquez y le robo esta frase para usarla como escudo
protector: “Creo en lo que veo muy poco y en lo que me cuentan nada”.
Sigo
derrochando citas de otros autores, hay una frase que le atribuyen a Demócrito
que dice: “Una vida sin fiestas es un largo camino sin posadas”, le decían El filósofo que ríe. Se dice que este hombre proponía el buen ánimo
ante las dificultades que presenta la vida, el buen humor como antídoto, además
de permitir un acercamiento a la sabiduría, se entiende que la fiesta es el
escenario dilecto para la alegría y donde hay alegría no hay miedos, así que no
necesitamos ser sabios para entender que ante las tribulaciones de la vida, es
propio del hombre hacer una fiesta ya sea para santificar o para olvidar por un
momento el abandono al que está sometido por sus dioses, lo aterrador del vacío
en el que cae de manera irremediable ¿Qué le queda a este hombre indefenso
víctima de la existencia? Hacer una fiesta, entre más ruidosa mejor, así no
escuchará su rumor interno, una magnifica francachela que derrote todos sus fantasmas.
Durante
la peste negra muchas personas se entregaron a la fiesta, su razonamiento era: “Si
de igual forma vamos a morir, pues preferimos hacerlo disfrutando la vida”, es
claro que no hay comparación con la pandemia actual, de la peste negra tenemos conocimiento
gracias a las ficciones literarias que se hicieron después y de la pandemia
actual, sabemos por todas las entelequias que se hicieron antes.
Exageramos
la fiesta porque es exagerado el temor a la muerte, a mayor jolgorio menos noción
de lo mortal, impedir la fiesta, es negar lo único espiritual que le queda al
hombre contemporáneo, el derecho a distraer a la muerte.
Las
medidas son movidas más por el afán de controlar que el de proteger, a los gobernantes
(que en nada son sensibles) no les interesa el bienestar ni la salud de sus
ciudadanos, de ser así estarían protegiendo los recursos naturales, mejorando
la educación o fortaleciendo el sistema de salud, no vendiendo el territorio a
extranjeros, ni jugando a la lotería con nuestra memoria e identidad. Muy
campantes nos vienen a decir que, nos impiden el abrazo y la fiesta por nuestro
bien y el de toda nuestra santa parentela, como decía el filósofo bigotón ¡Mamola!
Después
de todo, eso que los muy inteligentes dignatarios llaman ignorancia, es lo que
mantiene fuerte a estos pueblos, por mucho toque que toque, por mucho que
soplen para apagar la llama de la alegría, se advierte una deliciosa
resistencia y la fiesta se ha manifestado en todo su esplendor, porque hay
fuegos que ni con el mar se apagan y del día de morir nadie se escapa.
Por
mi cuenta todos los días madrugo a avivar mi propia fiesta, puede que los
vecinos no se enteren porque no hago mucho ruido, pero el baile está prendido
en mi corazón, convídenme a un saludo que yo le pongo el ritmo con una sonrisa.
Para
despedirme del lector y dejar estas suspicacias en suspenso traeré a colación
una frase que un compadre mexicano me soltó respecto de la muerte y dice así:
“Cuando te toca ni porque te quites, cuando no te toca ni porque te pongas”.
Carlos
Andrés Restrepo Espinosa