lunes, 13 de marzo de 2023

LUISA CAMINA PEGADA A LAS PAREDES


Un golpe de calor le sonrojó las mejillas, le sobrevino la ira, sintió un leve mareo y la luz que dejaba ver todo a su alrededor como si alguien hubiese movido un interruptor se apagó y nunca más volvió a ver.

Como es sano reaccionar en estos casos, se palpó la cara con las manos para comprobar si seguía presente, es propio del ciego repentino pensar que se desaparece como las cosas alrededor. Sus dedos recorrieron la cara, el pecho y descendieron hasta las amplias caderas comprobando con sigilo que todo seguía en su respectivo lugar, pero no lo veía, Luisa en aquél momento angustiante, se dio el lujo de reflexionar - Ahora entiendo la diferencia entre ser y estar, para mis manos estoy, pero para mis ojos dejé de ser -.

Tanteando con las manos en medio de la oscuridad que lo impregna todo, se levanta de la cama y busca la pared para guiarse hasta la cocina, una mujer ciega también tiene sus necesidades y una de ellas es el café matutino y dada la tiniebla, nada mejor que un café oscuro para entrar en confianza.

Parece que Luisa nació para ser ciega, con pericia resuelve los asuntos domésticos, lava, barre, dobla, sacude, cocina, no hay verbo que corresponda al orden natural de su casa que se le escape de conjugar en primera persona. Luisa vive sola y eso hace su ceguera más íntima.

Tanteando, descubre un nuevo mundo de formas que se va creando a su alrededor al hacer contacto con sus dedos que se han vuelto más delgados, largos y sensibles.

A pesar de su ceño fruncido, que ya era así antes de quedarse ciega y del timbre de su voz que ofrece hasta en el más amable saludo un tono de regaño, Luisa es una mujer sociable, así es que decide un día salir a recorrer el pueblo, llega hasta la puerta de su casa pegada de la pared, atraviesa el dintel de madera, saca la gruesa llave de hierro del ojo  de la chapa que es el único al que en esa casa le entra la luz, guarda la llave en la pretina de su vestido de flores como suelen llevar los pistoleros su arma y pegada a la pared empieza su paseo.

La casa de Luisa está ubicada en una zona periférica, vive en una especie de arriendo solidario, un pago simbólico a una sociedad de beneficencia le permite vivir de manera digna, hasta el día en que se muera o de repente se vuelva una mujer adinerada y deba salir del lugar para dar paso a otra persona viva o más necesitada. En su pesimismo sabe qué de allí saldrá entre cuatro tablas, porque a los pobres lo único que les llega de repente es la notificación anual de su pobreza o en su caso una ceguera repentina.

Pero volvamos al paseo. Luisa pegada a la pared avanza por el andén de su casa, las paredes con telarañas le son familiares, el bahareque ofrece una textura amigable y cálida, sus dedos van quedando impregnados de cal, es su hogar sentido desde afuera, pero al pasar a la siguiente casa siente un sorpresivo cambio de temperatura, un escalofrío le recorre la piel al tiempo en que un tufillo nauseabundo se le cuela por su celebérrima nariz, ocurre que cuando el ojo deja de atisbar, los dedos, la nariz y el oído agudizan en profundidad sus sentidos y Luisa descubre al contacto con las paredes de cada una de las casas, los asuntos que se cuecen en sus cocinas, las mañas que se urden en sus camas, los secretos que se guardan detrás de las paredes.

Luisa que no ve, pegada a las paredes, lo sabe todo sin verlo, porque en ocasiones incluso para los que ven, la realidad se escamotea y de tan evidente pasa desapercibida.

La primera vez que la vi caminar pegada de las paredes me llamó la atención, confieso que sonreí al ver sus ademanes, la manera en que sus brazos se prolongaban sobre la pared buscando las comisuras, salientes de ventanas o picaportes para guiarse, se desplazaba de lado porque al mismo tiempo pegaba la oreja, si alguna vez fue cierto que las paredes tenían oídos fue en esta oportunidad.  Daba unas zancadas contundentes y sus rodillas se asomaban debajo de su vestido de señora. A pesar de la seguridad que el tacto, el oído y la nariz le habían otorgado, siempre tuvo un obstáculo y es que producto de la mala gestión de la planeación arquitectónica del pueblo a cargo de los pésimos funcionarios, que a lo largo de la historia habían ocupado el cargo, los andenes del pueblo presentaban una discontinuidad que parecen La Cordillera de los Andes, así es que Luisa tropieza y trastabilla dando unos alaridos que alertan a algún transeúnte que salta en su auxilio, pero en muchas ocasiones cae al piso bajo la amorosa indiferencia de los demás transeúntes.

Luisa conoció la vida íntima de todos los habitantes del pueblo, se cargó con sus miserias, contuvo en su corazón infinidad de emociones, se congestionó con la maledicencia de unos, se contrarió con las incoherencias de otros.  No es sencillo de repente ser el portador de los secretos de tantas almas, experimentaba el poder de la omnipresencia, era portadora de todas las pasiones humanas y a cambio, sólo tenía soledad y una ceguera que le permitía entender con claridad la hechura de la que estaban amasados sus semejantes. Luisa era como un Dios que todo lo sabe sin verlo, pero que está presente y no hace nada porque no es su deber, su deber es caminar pegada de las paredes.

Un día de repente sus ojos se llenaron de luz, como si alguien hubiese encendido un interruptor, el mundo y sus formas regresaron, pero ya había visto tanto que decidió seguir haciéndose la de la vista gorda.

Todos los días sale al pueblo a caminar, ya no lo hace pegada de las paredes se apoya en un bastón, camina silente, no se detiene a conversar con nadie.  Pasa a mi lado, la saludo con un ¿Hola Luisa cómo estás? y siguiendo de largo responde - Mejor qué usted -.

 

Carlos Andrés Restrepo Espinosa 

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