Todos los días a las siete de la mañana salen dos camiones de colores de mi pueblo, uno va hacia Andes y el otro va hasta la Pintada pasando por Támesis. Nótese que no dije que el primero va para Andes y el segundo para Pintada, porque el orden ha sido siempre un misterio para mi y seguro que para muchos que como yo, tomamos el camión a la salida del pueblo, así que tomarlo implica habitar la incertidumbre.
El acaecer inicia aguzando el
oído para escuchar el reloj de la catedral marcar las siete de la mañana. Cuando
suena el último badajazo es menester entrar al baño por recomendación expedita
de mi madre que a estas alturas todavía gobierna sobre mi vejiga. Resuelta esa
diligencia me paro en la puerta de la casa con la mirada hacia la loma donde
está la casa de Don Feliciano. El tiempo transcurrido entre el campanazo número
siete y la llegada del primer camión es incierto, pasan los minutos y no
aparece, entonces empiezo a pensar que ya bajó sin darme cuenta, -eso seguro
fue mientras entró al baño que se le pasó -grita la mamá de mi hermana- yo
le dije que se fuera a cogerla a la plaza, -replica-.
Por fin asoma el capó del camión
acompañado del estertor de sus cornetas, de una zancada gano el otro extremo de
la calle y lo detengo moviendo alegremente la mano con un gesto que le aprendí
al Príncipe Felipe de Edimburgo. Por orden cósmico, al detenerse el vehículo,
se debe seguir el siguiente protocolo: ¿Ésta es la que va para para Támesis?
-Le pregunto al ayudante que asoma la cabeza desde la última hilera de bancas, -
no, ésta va para Andes, espere a la de atrás, -responde con cierto
desaire mientras vuelve a guardar su cabeza dentro del caparazón del inmenso
camión y el conductor continua la marcha. Aguardo en el andén a que llegue la segunda
“línea”; ya que introduje esta palabra que me estaba haciendo falta para desvanecer
un poco las grecas que el peso de este camión están haciendo en estos párrafos,
y con la intención de usarla un par de veces más, aclaro que toda la vida hemos
llamado la Línea a este medio de transporte, algunos la llaman “escalera”,
chiva en otras regiones y lo de camión de colores es
invención poética de este escribano, para imprimirle una dosis de color a la
imaginación del lector.
Veinte respiraciones profundas
más tarde aparece la segunda línea que viene sin puestos, así que con
todo y gesto de príncipe me mandan para el capacete, junto con los bultos de
mercado, racimos de plátano, guacales con naranjas y otros insumos que no
alcanzo a ver desde esta distancia en la que narro.
La primera vez que fui a Támesis
fue a tocar con la banda de música. Al maestro Rafael Rivera, después de
dirigir la Banda de Salgar y la de Jericó, le asignaron la de Támesis, así que
cada tanto hacía integraciones o nos llevaba de refuerzo en ciertas
presentaciones. Mis primeros hermanos de la música fueron de allí: Zuleta,
Mónica, Carlos, Escalante, Rubiela y sus ojos donde chisporroteaban las corcheas.
Voy a aprovechar este destello para justificar mi olvido al no mencionar al
resto, pero aseguro que sigue resonando en mi corazón la melodía de sus nombres
así haya olvidado sus letras.
Tiempos después me dio por cantar
y escribir canciones y me estrené como cantautor en “La Tabernita”, un bar que
quedaba ubicado en la esquina de la casa de la gobernación, que para aquel
entonces era un inquilinato. Fui el telonero de Juan Guillermo García, persona
fundamental que en mis inicios me aportó un repertorio invaluable y me enseñó a
tocar la armónica, a él mi gratitud donde quiera que el canto lo haya llevado.
Gracias a la Invitación que me
hiciera Jonny Osorio, mi primera presentación como cantante fuera del pueblo
natal la hice en la casa de la Cultura Hipólito J. Cárdenas. Ante una multitud de jóvenes entusiastas canté
junto a otros músicos en un gran concierto que todavía recuerdo como si hubiera
sido hace treinta años.
En adelante mi historia con este
pueblo hermano siempre ha estado ligada a la música, todas mis visitas han sido
en función de acontecimientos musicales, desde los tiempos en que fui un “chupacobre”
con dientes de leche, ora como director coral, ora como cantautor y hasta como
carranguero he estado ahí, con la floritura del canto estrechando los lazos de
un pentagrama que dibujé desde niño y que hasta el sol de hoy ha servido de
camino para seguir viajando sin perder el camino, atrapando en grupetos de notas
musicales los ritmos de lo cotidiano donde, aunque somos distintos, podemos
reconocernos iguales en la defensa de nuestro territorio y en la honradez de la
herencia ancestral que desde los cerros tutelares nos recuerdan de dónde
venimos.
Aquí voy esta vez sobre el capacete de la línea, agarrando el sombrero con una mano para que no se lo lleve el viento, esquivando chamizas y ramas del camino para que no me saquen un ojo, atisbando cómo ha cambiado el paisaje de Rio Frio, sonriendo, respirando feliz y silbando una tonada de un compositor tamesino. No encuentro otra manera más dichosa de regresar triunfal a Támesis, llegando por la carretera más hermosa que tiene, la que le une con Jericó.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa