lunes, 31 de mayo de 2021

LA SORPRESA

Se sintió algo estúpido y aturdido cuando al llegar a la casa de su prometida portando un ramo de flores, la encontró en el portal besándose con otro.


Lo de estúpido le venía bien, a lo largo de su vida una mezcla de ingenuidad y fe ciega le habían llevado a tomar una actitud desprevenida ante las cosas que lo confrontaban, así es que en este momento, al tiempo en qué el corazón quiere salirse de su pecho y por una manía de ver las cosas como si fueran una película, imagina un movimiento avanti de la cámara sobre su pecho, los latidos del corazón se advierten y luego retrocede enfocando el ramo de rosas y se va alejando de manera ascendente, mostrando lo pequeño y solo que está en la tierra.  Ese giro podría minimizar de alguna manera el dolor qué está sintiendo, pero la escena en tierra es más contundente que aquella movida cinematográfica.

Aturdido, pero consciente de lo que ocurre ante sus ojos, decide volver sobre sus pasos, sin perder de vista a su mujer en besos de otro, respira profundo, una larga caminata hacia atrás, por una relación particular entre espacio y desdén, sus pasos no tropiezan, es todo  un dolly out, pero en lugar de alejarse cada vez se acerca más a la escena en un perfecto zoom qué le permite ver la comisura de los labios de su amada, y su lengua nadando  entre  las delicadas dentelladas qué ella le daba al otro hombre.

No habían quedado en verse ése día, pero cómo el fin de semana tenía programado un viaje de negocios y no podría estar para su cumpleaños, decidió comprar un ramo de flores y aparecer de sorpresa, pero el sorprendido fue el.


Superada la distancia suficiente, se volvió y echo a correr con la esperanza de no ser visto, a salvo en su casa se quebró en llanto, con intervalos de una risa nerviosa y tímida.

No comentó con nadie aquel asunto.

Dos meses después se casó con su prometida rodeado de mucho amor, pero sobre todo de una gran estupidez y aturdimiento. 

 

Carlos Andrés Restrepo E

lunes, 3 de mayo de 2021

“A VER LOS QUE VIAJAN PARA JAPÓN, DIEZ Y MEDIA PASANDO POR CANAÁN”


Ernesto levantó la cabeza para buscar en los tableros luminosos la sala de espera del vuelo que lo llevaría a su destino final, el aeropuerto de Narita Jasiko al este de Tokio, con el pasabordo en mano verificó el número del vuelo y sin entender nada se dijo - A la mano de Dios - y se sumó a la fila de pasajeros que se movía en una única dirección, allí entre la variopinta multitud se camufló como uno más con la esperanza de ocultar su pánico.

Cuando se está solo y por primera vez en un aeropuerto y aunque parezca extraño, emerge una facultad de desenvolvimiento que da la impresión de que aquel lugar ya lo habíamos visitado, en el afán de no perder el vuelo los sentidos se organizan en formas tales que ofrecen un control y dominio del espacio como si estuviéramos en la sala de la casa. Ernesto se sentía triunfal, como quien gana una medalla olímpica, cuando en la inmensidad del aeropuerto encontró su sala de espera, lamentó que no hubiera ningún conocido allí para contarle su hazaña, le provocó aplaudirse, pero se controló, todavía le faltaban dos escalas para llegar a Tokio, con un nudo en la garganta y un retorcijón en el estómago buscó un asiento y esperó con paciencia la llamada para abordar.

Estaba fascinado con Japón, su interés le llegó desde muy joven a través de las películas de artes marciales que habían alimentado en su imaginario una atracción por todo lo que viniera de Asia, si miramos de cerca a nuestro protagonista sus rasgos son como los de un pariente cercano de Gengis Khan,  pero sus ojos verdes y perfectamente redondos terminan por disuadirnos de la fábula de que su principal motivo era ir tras el rastro de una genética oriental que vino a dar a estas montañas de Antioquia.

El viaje en el que se había embarcado solo era producto del anhelo de cumplir un sueño y de paso probar suerte, oportunidad que le brindó Masahiro Satomí, un japonés que terminó siendo concuñado suyo, por esos cruces de camino que la vida se inventa para ponerle un nudo a la historia que nos ocupa.

Ernesto vivía en Pueblorrico con su mujer y tres hijos, uno de cuatro años, el segundo de tres y el tercero en camino, trabajaba con el municipio y estaba como dicen “bien organizado”.

Cuando le comentó a su esposa la idea del viaje, ella le respondió - Usted verá -.

El vuelo duró veintidós horas, era la primera vez que montaba en avión, la emoción, la ansiedad y el asombro no lo dejaron pegar el ojo durante el viaje, cuando llegó lo recibieron los cinco grados Celsius del invierno de Tokio en diciembre, no le advirtieron de ese detallito; sin ropa abrigada sintió morir mientras en migración le preguntaban el motivo del viaje, sin entender ni jota, con un rítmico castañeteo de dientes solo pudo decir - Mi, venir de turismo -.

La primera semana no comió nada, le ofrecían unas comidas muy raras, raíces, yakisoba (fideos fritos), tofu, pescados que en su vida había visto, pero nada de carne, ni frijoles, ni un agua de panela para el mortal frio, solo té, le ofrecían por todas partes té, hasta en la habitación al pie de la cama tenía un fogón para mantener cercano y caliente el té.

Lo salvó el sushi, a eso si le cogió el tiro, era como una dosis mínima de los fiambres que de niño Anita su mamá, le preparaba para ir de paseo al rio, un caldo de pescado parecido al consomé de Peñalisa y ya inmerso en la cultura no dudó en entrarle a las ostras y a cuanta cosa antes de ser ingerida estuviera moviéndose en el plato. Se volvió un maestro en el arte de comer con palillos.

Así empieza una aventura que duraría cuatro años, en los que viajó, conoció palacios imperiales, santuarios y templos en honor a Buda y al diablo a quien terminó rezándole todas las mañanas cuando trabajó en una empresa que estaba consagrada a él, まいにち まいにち おねがい しごとmainichi onegai cigoto (por favor todos los días danos trabajo), allá le tocó torcérsele a Dios, ahí sabrá perdonar el de arriba dice Ernesto cuando lo cuenta entre risas nerviosas.

Su primer trabajo fue de obrero de construcción, luego pasa a fabricar autopartes en la Toyota y la Suzuki, ensambla radios para la Hitachi: Recibe una pieza, le pone un chip y la entrega, recibe una pieza, le pone un chip y la entrega, en esas se la pasa dieciséis horas sin hablar con el compañero de al lado; cada tres horas tiene diez minutos para ir al baño, tomar té y volver al puesto de trabajo, recibe la pieza y “chuf-chuf”, sonido que como un bucle le ronda la cabeza y cuando cuenta la historia reproduce exacto dejando caer los labios de lado al tiempo que apaga el ojo derecho.

El Puerto de Ibaraki, situado frente al Océano Pacífico se extiende de norte a sur, desde Hitachi hasta Ōarai en la Prefectura de Ibaraki, y está conectado con una extensa zona industrial centrada en la ciudad de Hitachi, allí trabajó empacando pescados que llegaban en inmensos barcos, metido entre montañas de pescados que descargaban en plataformas del tamaño de una plaza y a temperaturas de más de 40 grados, los empacaba en cajas para luego arrastrarlos en un paleto hasta la cava a temperaturas bajo cero.  La jornada en ocasiones superaba las dieciséis horas, no lo sabía, pero este sería el último trabajo que tendría en Japón, un día al llegar a su casa se dio una ducha, sin dolor, sin estremecimiento alguno, sintió que se desvanecía y tuvo que salir gateando hasta la cama.

Al día siguiente no podía moverse, el cerebro le daba la orden, pero los pies no respondían, una gota de sangre alojada en un caprichoso sector de su cerebro le hacia esta mala jugada, al no tener seguro medicó no tuvo asistencia y Ernesto se ve obligado a renunciar, sin más alternativa se regresa, con la esperanza de encontrar refugio en su familia.

Cuando el corazón se da cuenta que en las palabras del otro ya no hay un destello de luz, el desdén aparece para ensombrecer el júbilo del encuentro, al llegar a la casa con la posesión más valiosa de su viaje, una historia que contar, encontró el espacio vacío, solo en ese momento advirtió que ya no había nada que hacer, que lo había perdido todo.

Pese al infortunio de esta historia tenemos un buen desenlace, Ernesto se puede mover, todos los días madruga, se da una ducha y sale caminando rumbo a la flota del pueblo diminuto donde ahora vive. Allí, con un dulce abrigo al hombro, ayuda a los pasajeros a guardar el equipaje mientras vocea el itinerario del bus - A ver los que viajan para Medellín, los que van para Canaán, Puente Iglesias, Fredonia, Medellín diez y media -.

Su jornada va desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, no siente calambres, no le duele la columna, el único dolor le viene cuando recuerda a su familia, todo lo que dejó atrás por ir tras la búsqueda de un sueño, le duele haber dejado a sus hijos y le duelen los “Te amo” que su esposa no volvió a pronunciar, cuando más los necesitó, se habían agotado.

Por seguir un sueño, perdió a su familia y se quedó sin pensión, lo único que espera es que sus hijos y sus nietos ahora que están grandes, entiendan que en su decisión no había mala intención, por buscar mejorar un poco su vida buscando en tierras lejanas el éxito, perdió todo lo que tenía cercano.

Algunas personas alcanzan un éxito económico, otras viven una vida digna de ser contada.



 

Carlos Andrés Restrepo Espinosa 

MIRAR DE FRENTE

  -No mires con disimulo, mira fijamente - aconseja Gurdjieff a su hija. Desde pequeño escuché decir que los ojos son el espejo del alma, ...