Ernesto levantó la cabeza para buscar en los tableros luminosos la sala de
espera del vuelo que lo llevaría a su destino final, el aeropuerto de Narita
Jasiko al este de Tokio, con el pasabordo en mano verificó el número del vuelo
y sin entender nada se dijo - A la mano de Dios - y se sumó a la fila de
pasajeros que se movía en una única dirección, allí entre la variopinta
multitud se camufló como uno más con la esperanza de ocultar su pánico.
Cuando se está solo y por primera vez en un aeropuerto y aunque parezca
extraño, emerge una facultad de desenvolvimiento que da la impresión de que
aquel lugar ya lo habíamos visitado, en el afán de no perder el vuelo los
sentidos se organizan en formas tales que ofrecen un control y dominio del
espacio como si estuviéramos en la sala de la casa. Ernesto se sentía triunfal,
como quien gana una medalla olímpica, cuando en la inmensidad del aeropuerto
encontró su sala de espera, lamentó que no hubiera ningún conocido allí para
contarle su hazaña, le provocó aplaudirse, pero se controló, todavía le
faltaban dos escalas para llegar a Tokio, con un nudo en la garganta y un
retorcijón en el estómago buscó un asiento y esperó con paciencia la llamada para
abordar.
Estaba fascinado con Japón, su interés le llegó desde muy joven a través de
las películas de artes marciales que habían alimentado en su imaginario una atracción
por todo lo que viniera de Asia, si miramos de cerca a nuestro protagonista sus
rasgos son como los de un pariente cercano de Gengis Khan, pero sus ojos verdes y perfectamente redondos
terminan por disuadirnos de la fábula de que su principal motivo era ir tras el
rastro de una genética oriental que vino a dar a estas montañas de Antioquia.
El viaje en el que se había embarcado solo era producto del anhelo de
cumplir un sueño y de paso probar suerte, oportunidad que le brindó Masahiro
Satomí, un japonés que terminó siendo concuñado suyo, por esos cruces de camino
que la vida se inventa para ponerle un nudo a la historia que nos ocupa.
Ernesto vivía en Pueblorrico con su mujer y tres hijos, uno de cuatro años,
el segundo de tres y el tercero en camino, trabajaba con el municipio y estaba
como dicen “bien organizado”.
Cuando le comentó a su esposa la idea del viaje, ella le respondió - Usted
verá -.
El vuelo duró veintidós horas, era la primera vez que montaba en avión, la
emoción, la ansiedad y el asombro no lo dejaron pegar el ojo durante el viaje,
cuando llegó lo recibieron los cinco grados Celsius del invierno de Tokio en
diciembre, no le advirtieron de ese detallito; sin ropa abrigada sintió morir
mientras en migración le preguntaban el motivo del viaje, sin entender ni jota,
con un rítmico castañeteo de dientes solo pudo decir - Mi, venir de turismo -.
La primera semana no comió nada, le ofrecían unas comidas muy raras,
raíces, yakisoba (fideos fritos), tofu, pescados que en su vida había visto,
pero nada de carne, ni frijoles, ni un agua de panela para el mortal frio, solo
té, le ofrecían por todas partes té, hasta en la habitación al pie de la cama
tenía un fogón para mantener cercano y caliente el té.
Lo salvó el sushi, a eso si le cogió el tiro, era como una dosis mínima de
los fiambres que de niño Anita su mamá, le preparaba para ir de paseo al rio,
un caldo de pescado parecido al consomé de Peñalisa y ya inmerso en la cultura
no dudó en entrarle a las ostras y a cuanta cosa antes de ser ingerida
estuviera moviéndose en el plato. Se volvió un maestro en el arte de comer con
palillos.
Así empieza una aventura que duraría cuatro años, en los que viajó, conoció
palacios imperiales, santuarios y templos en honor a Buda y al diablo a quien
terminó rezándole todas las mañanas cuando trabajó en una empresa que estaba
consagrada a él, まいにち まいにち おねがい しごとmainichi onegai cigoto (por favor todos
los días danos trabajo), allá le tocó torcérsele a Dios, ahí sabrá perdonar el
de arriba dice Ernesto cuando lo cuenta entre risas nerviosas.
Su primer trabajo fue de obrero de construcción, luego pasa a fabricar
autopartes en la Toyota y la Suzuki, ensambla radios para la Hitachi: Recibe una pieza, le pone un chip y la
entrega, recibe una pieza, le pone un
chip y la entrega, en esas se la pasa dieciséis horas sin hablar con el
compañero de al lado; cada tres horas tiene diez minutos para ir al baño, tomar
té y volver al puesto de trabajo, recibe la pieza y “chuf-chuf”, sonido que
como un bucle le ronda la cabeza y cuando cuenta la historia reproduce exacto
dejando caer los labios de lado al tiempo que apaga el ojo derecho.
El Puerto de Ibaraki, situado frente al Océano
Pacífico se
extiende de norte a sur, desde Hitachi hasta Ōarai en
la Prefectura de Ibaraki, y está conectado con una extensa zona industrial
centrada en la ciudad de Hitachi, allí trabajó empacando pescados que llegaban en inmensos barcos, metido
entre montañas de pescados que descargaban en plataformas del tamaño de una
plaza y a temperaturas de más de 40 grados, los empacaba en cajas para luego
arrastrarlos en un paleto hasta la cava a temperaturas bajo cero. La jornada en ocasiones superaba las dieciséis
horas, no lo sabía, pero este sería el último trabajo que tendría en Japón, un
día al llegar a su casa se dio una ducha, sin dolor, sin estremecimiento alguno,
sintió que se desvanecía y tuvo que salir gateando hasta la cama.
Al día siguiente no podía moverse, el cerebro le daba la orden, pero los
pies no respondían, una gota de sangre alojada en un caprichoso sector de su
cerebro le hacia esta mala jugada, al no tener seguro medicó no tuvo asistencia
y Ernesto se ve obligado a renunciar, sin más alternativa se regresa, con la
esperanza de encontrar refugio en su familia.
Cuando el corazón se da cuenta que en las palabras del otro ya no hay un
destello de luz, el desdén aparece para ensombrecer el júbilo del encuentro, al
llegar a la casa con la posesión más valiosa de su viaje, una historia que
contar, encontró el espacio vacío, solo en ese momento advirtió que ya no había
nada que hacer, que lo había perdido todo.
Pese al infortunio de esta historia tenemos un buen desenlace, Ernesto se
puede mover, todos los días madruga, se da una ducha y sale caminando rumbo a
la flota del pueblo diminuto donde ahora vive. Allí, con un dulce abrigo al
hombro, ayuda a los pasajeros a guardar el equipaje mientras vocea el
itinerario del bus - A ver los que viajan
para Medellín, los que van para Canaán, Puente Iglesias, Fredonia, Medellín
diez y media -.
Su jornada va desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, no
siente calambres, no le duele la columna, el único dolor le viene cuando
recuerda a su familia, todo lo que dejó atrás por ir tras la búsqueda de un
sueño, le duele haber dejado a sus hijos y le duelen los “Te amo” que su esposa
no volvió a pronunciar, cuando más los necesitó, se habían agotado.
Por seguir un sueño, perdió a su familia y se quedó sin pensión, lo único
que espera es que sus hijos y sus nietos ahora que están grandes, entiendan que
en su decisión no había mala intención, por buscar mejorar un poco su vida
buscando en tierras lejanas el éxito, perdió todo lo que tenía cercano.
Algunas personas alcanzan un éxito económico, otras viven una vida digna de
ser contada.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa