jueves, 3 de julio de 2025

EL TUBISTA DE LA SABANA

 


El músico sabanero, tubista de la banda más emblemática de la cuadra, lloró cuando su hijo mostró interés por el instrumento. 

—Ni de mondá te volverás músico —sentenció el padre—. La música solo trae desengaños. 

Ni siquiera la mediación de la madre logró que el hombre de la tuba cambiara de opinión; él esperaba que su hijo tuviera una vida mejor.

Así eran las cosas en los tiempos en que la música no era el estandarte de los políticos para conseguir méritos, ni el pretexto de la educación para ofrecer una mejor calidad de vida. Tomar el camino de la música era lo peor que le podía pasar a un ser humano: un tormento, la peor elección de vida, la forma inimaginada de enfrentarse con la propia muerte o con sus ahijados, los fantasmas. El músico, nos recuerda García Lorca, es aquel que tiene duende, quien va y enfrenta a la muerte, la mira a los ojos y se permite regresar para contarlo a través de cantos. Hacer música, o ser músico, no es nada sencillo. Orfeo bajó al infierno; él, en el idilio que representa su búsqueda de Eurídice, nos hereda la desazón, romantizada por la liturgia de la canción de amor que termina siendo de desamor. El músico sigue el camino del héroe que enfrenta lo más profundo y oscuro de su ser, para ir en busca de lo que ama o desea, y, sin embargo, por ese acto recibe su merecido castigo.

El papá del niño sabanero sabía que el futuro con la música no sería en nada promisorio: perdición, noches largas chupando cobre pasado con alcohol, maltrato y mal pago. Eso tendría que enfrentar si elegía la carrera de músico. Obviamente, el niño hizo caso omiso y siguió su deseo, porque finalmente de eso se trata la libertad de elección humana: tenemos el sagrado derecho a elegir de qué maneras sufrir, los modos de aprender que la vida va dando a su ritmo y entonación, todo ello coherente con las decisiones. La libertad siempre permite crear la manera propia de irse desencantando del mundo.

Hoy en día la música ya no se hace para bajar a lo más profundo del ser, ni para escudriñar los rincones más oscuros y secretos del alma humana. No se hace para enfrentar la sordera, para conversar con la melancolía o mirar cara a cara la realidad, con sus fantasmas y demonios.

 

De repente, la música se volvió la salvadora. Niños, niñas, adolescentes y jóvenes son librados de su propio aprendizaje, del fluir de sus nefandos sentires, de la posibilidad de enfrentar sus miedos, de afrontar la realidad de estar vivos. Porque pareciera que ahora la música es un bálsamo que sirve para redimir a las almas justas, con injustas causas. La música, llevada a las aulas de clase, se convirtió en el sortilegio que salva a los niños del mal designio de ser ellos mismos.

Cuando la música no era un pretexto para ser mejor persona, estaba en poder del dios Pan, el de la flauta, seductor y coqueto, que la Iglesia Católica terminó convirtiendo en Belcebú: el cabrón, el hombrecillo rojo que, con cachos y con cola, nos arrastra a la perdición.

¡Ah! Pobrecita la música, atrapada en conceptos, en reglas de estilo, en discursos académicos, en acordes irresolutos donde lo rimbombante y lo anodino vienen a amordazarla para hacerla ver pretenciosa, blanqueada y ungida con bálsamos que le restan honestidad.

Manipulada, sirve de estandarte a la estrategia políticamente incorrecta de vulnerar los valores y hacer del aprendizaje un acto esnobista, en el que no interesan los logros cognitivos, sino los oficiales.

Pese a estas manipulaciones, sus líneas melódicas son libres: surcan la cotidianidad, atraviesan las maderas horadadas de una gaita, un pito atravesado o un tambor; serpentean en silbidos y guapirreos; vibran de dulzor en el beso melodioso que nace del contacto de la boca con una hojita de naranjo. Clarinetes y trompetas pintan la sabana con tonadas de porros y fandangos, místicas melodías que no están al alcance del músico académico que no las entiende, porque no guarda silencio para escuchar, porque su ego estridula hasta el paroxismo.

El hijo del tubista sabanero se hizo músico, creció y, pese a que ignoró la advertencia de su padre, aprendió a transmutar la energía poderosa de la música. Fue más allá, y al moverse de su lugar se incomodó, y aunque también ha tenido sus desazones, se ha permitido otros caminos. La música no es ni medio ni fin, es destino ineluctable para quien es escogido. Ella puede dar la bienvenida y favorecer, como también puede negarte la invitación a entenderla y vivirla en su magnitud. El músico también puede malvivirse si no es coherente y responsable en su elección.

La risa es pa’ rila y la música es pa’ ñola, y la boca pa’ abrirla. La música es presencia, tiempo y memoria; a la música se debe llegar en libertad, no por imposición. Ella nos conecta con lo que somos, nos vuelve creativos, invita a desaprender los miedos, nos guía en el entendimiento y alegra la vida. Sus límites van más allá de una línea melódica; es más que un paisaje sonoro, más que una escuela o una dictadura musical, es más que un complejo cuestionario con preguntas orientadoras para darnos cuenta de que estamos descubriendo lo ya descubierto.

La música, en esta breve historia, es la capacidad de ser responsable y entender la sabiduría contenida en el mensaje de un tubista sabanero que le dice a su hijo: 

“Ni se te ocurra coger este instrumento y agarrar este sendero, no te imaginas lo complicado que se vuelve la vida caminando con una tuba al hombro”.

Carlos Andrés Restrepo Espinosa

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

EL TUBISTA DE LA SABANA

  El músico sabanero, tubista de la banda más emblemática de la cuadra, lloró cuando su hijo mostró interés por el instrumento.  —Ni de mo...