miércoles, 31 de mayo de 2023

ISAURA

La visita se prolongó sentados en la piedra del frente de la casa, en la finca la amapola, en estrella vieja, propiedad del Abuelo Antonio y que a estas alturas llamábamos con sorna: “la finca de los Jotros”, pese a que podíamos ir cuantas veces quisiéramos, teníamos claro que tenía otro dueño y que poco a poco seriamos desterrados de allí, por eso cada que nos reuníamos toda la parentela,  terminábamos en aquel lugar ideal para contar cuentos de espantos y aparecidos, de la madre monte, de la patasola y del hojarasquín, cada noche que pasábamos con los parientes surgía una nueva historia, el tío Carlos tenía la manía de improvisar, contaba de la vez en que se le apareció una bruja y lo dejó trepado en un palo de aguacate, seguro un poco influenciado por la lectura de Tomás Carrasquilla, pero el deleite para todos era escucharle, aquella noche se prolongó la historia de la bruja y nosotros los del pueblo debíamos regresar, así es que cogimos carretera entrada la oscuridad. 

 Cuándo tomamos el desecho por la finca de Don Rubén, sentí un viento frío que salía del guadual y escuché un siseo enrarecido, un hombrecillo con un rostro horrendo me miró levantando las cejas, mientras masticaba las hojas con vellos que cubren la guadua en la parte baja de sus talles, la piel del  cuello se me erizó y rápido tomé la mano de mi mamá que no se dio por enterada del suceso.

La luz de una migaja de luna iluminaba a duras penas serpenteante entre las hojas de los árboles que rodeaban la carretera.

Los rezagos de la conversación se vinieron con nosotros al camino, yo rogaba para que los grandes dejaran el tema ahí, pero con más ganas alentaban la conversación y aparecían nuevas historias de terror mientras transitábamos por la vía oscura y densa.

Al ir de la mano de mi mamá, por momentos optaba por cerrar los ojos, la diferencia no era mucha entre la noche y la tiniebla de mis ojos cerrados, con tal de no ver las sombras a lo largo del recorrido me arriesgaba a dar tumbos contra las piedras sueltas de la maltrecha vía. Por momentos abría los ojos para ver si reconocía el paraje y siempre veía unos bultos blancos cómo ansíanos sentados a la vera del camino, apretaba la mano de mi madre y le decía: mire ese viejito que está ahí sentado y ella sonreía y aclaraba, cuál viejito, no ve que es un calvario, eso no le restaba terror al asunto, una carretera llena de calvarios es un recordéris de que ese lugar está lleno de almas en pena, ¿y qué nos libra de que el bulto seamos nosotros?.  Pero ésta reflexión no estaba a la altura de mi edad, al igual que esta escritura, pero como es una voz en off, confío en que los calvarios no son espantos y que el lector no sea un critico literario radical.

La subida entre “puente e´lata” y Castalia se me hizo eterna, con los ojos cerrados el tiempo se vuelve infinito, pero los oídos se agudizan, así que además de escuchar las aterradoras historias que no paraban de contar mis odiosos primos, podía escuchar los abrojos de los arroyuelos ondulando entre el croar de las ranas y los grillos que crispaban en torno. Cantos de pájaros nocturnos que parecían risotadas de mujer, por momentos venían de la lejanía, lleno de espanto me colgaba del brazo de mi mamá que amorosamente me cobijaba.

A unos pasos de Castalia abrí el ojo, ya me sentía en confianza, la conversación había cambiado, las luces de las casas iluminaban la carretera y un fresquito me llegó dando seguridad a mis pasos, resuelto decidí avanzar solo para demostrarme valentía, me adelanté del grupo y cuando lo advertí estaba solo en medio de la oscuridad que volvía a reinar.

A unos metros del caserío divisé una casita a la vera derecha del camino, una luz mortecina iluminaba su frente desvencijado y lleno de enredaderas, disminuí el paso pero no podía dejar de caminar, ni de mirar, algo me impulsaba en dirección a la casa, al acercarme vi el rostro de una anciana que me acechaba desde la ventana, cerré los ojos, pero la seguía viendo, sonreía con una mueca desdentada, un ojo apagado y el otro le brillaba, la escasa luz se colaba por aquella mirada vacía, su cabello blanco lo recogía en una moña, fumaba un tabaco que iluminaba con su luz rojiza su aterrador rostro. La anciana soltó una risa similar a los pájaros que había estado escuchando y acto seguido me oriné.

-Niño venga le digo, -alcancé a escuchar cuando recuperé la voluntad y salí poniendo pies en polvorosa y no paré hasta la plaza del pueblo donde caí desmayado y meado de miedo, literalmente.

Aura viene de aurora, la que trae la luz del nuevo día, la anunciadora, es la diosa romana del amanecer, hermana del Sol y de la Luna. Aurora vuela por los cielos para anunciar la llegada del amanecer y con las lágrimas que derrama por la muerte de uno de sus hijos, se crea el rocío. Isaura es el femenino de Isauro, nombre étnico utilizado en su origen para denominar a los habitantes de Isauria una antigua región frente a Chipre.  Con afán de consolar y dejando volar su erudición mi mamá se esmeró en explicar que aquella mujer no era mas que una señora que vivía sola, que era buena y que jamás le haría daño a nadie, además de magnificar su nombre me contó de su familia, de la soledad que a algunas personas las vuelve invisibles, a otras fantasmas y las mas favorecidas las vuelve un cuento.

Pese a los esfuerzos de mi mamá aquella noche me dejó marcado, nunca mas volví a pasar después de las seis de la tarde por el lugar.

Isaura murió y la casa quedó igual, ahora de grande paso por allí y debo confesar, siento nostalgia por aquella viejecita de la que nunca sabré que me quiso decir, en la aterradora noche de nuestro encuentro.

 

Carlos Andrés Restrepo Espinosa.

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