Celina
planchaba los martes, al comienzo lo hacía por placer, luego por deber y al
final por necesidad, con los años se volvió una profesional del ramo; en el
pueblo varias mujeres se dedicaban al oficio de planchar ropa ajena,
generalmente este oficio venía acompañado de lavada, ese era el caso de Celina,
su profesión fue el de lavandera y como derivado del oficio, planchar fue su
segunda labor.
Los
encargos de ropa generalmente eran de personas pudientes que trataban de evitar
la molestia de quitar la mugre de sus prendas, de ancianos solos, seminaristas
y curas. La recepción se hacia los domingos en la tarde, a partir de las dos
empezaban a llegar los petates blancos que iba amontonando en el corredor de la
casa, si alguno de los clientes no era puntual, ella con un gesto gruñón los despachaba
hasta la semana siguiente.
El
proceso se iniciaba el domingo en la tarde dejando la ropa blanca en remojo en
una ponchera inmensa que llenaba con agua y cascaras de huevo, según ella, ese
era el secreto para despercudir las albas que generalmente llegaban negras de
mugre, - ¿qué será lo que hacen los seminaristas? - se preguntaba mientras iba echando una a una
las prendas para el remojo celestial que las dejaría inmaculadas para un nuevo
uso. Los lunes desde muy temprano y después de regar las matas de su jardín, se
dirigía al lavadero ubicado en el patio de la casa que quedaba en la parte baja,
allí se disponía a estregar por horas vaciando con una coca plástica agua del
tanque sin lamentos de fatiga, en su lugar cantaba los sones que un transistor
mal sintonizado en la emisora Radio Santa Barbara le iba regalando entre
servicios sociales y comerciales de jabón la jirafa.
Celina
lavaba los lunes y se apresuraba a hacerlo en las mañanas, porque en las tardes
mientras la ropa se secaba en las cuerdas tendidas como un laberinto en su
patio, ella se iba para el cementerio a visitar a sus muertos, les rezaba y les
llevaba flores. Un pequeño llamado Simón Colorado y de quien ella había sido su
nana, solía acompañarla en esa tradición, por culto a los muertos y sobre todo
por los helados de leche y coco que vendían justo a la salida del cementerio.
El
martes planchaba todo el día, no iba a misa, a las cinco de la tarde cuando
empezaba el sereno se confinaba a ver sus telenovelas en un televisor que
tardaba media hora en dar imagen, ya le había cogido la maña, así que lo encendía
y se ocupaba en otros oficios para no desesperar ante la pantalla que iniciaba con un punto de luz en el centro,
y paulatinamente se iba haciendo grande hasta invadir todo el recuadro para
luego dar paso a una imagen lluviosa que se había acostumbrado a ver imaginando
a los personajes. Mientras escuchaba la televisión remendaba las prendas que le
llegaban rotas o descocidas, era incapaz de entregarla si no hacia el trabajo
completo y aunque esto no representaba un incremento en el pago igual lo hacía,
“para
que el mundo funcione de manera coherente, las personas deben ir con la ropa
impecable, planchada y sin roto alguno”, era su máxima.
Pero
regresemos al oficio del martes, la mesa para aplanchar estaba ubicada en el
comedor de la casa, comedor en el que no
comía nadie, porque en la cocina había una mesita con una banca de madera que
le había robado los comensales, así que el comedor pasó a ser un mueble sin
uso, en cambio el rincón de la mesa de planchado lo era todo, quedaba justo
frente a un enchambranado azul que daba la vista al patio y a su jardín de
flores exóticas y domésticas, levantadas con piecitos de matas de otros
jardines, conseguidas haciendo visitas y al descuido de la dueña de casa,
porque las matas que mejor prenden son las robadas.
La
mesa de planchado tenía la altura justa para Celina, para abreviar en su
descripción diré que es una mujer de baja estatura, pero no pequeña. La mesa
estaba forrada en una ruana a cuadros negros y blancos que le servía de
aislante de la madera y sobre esta una sábana blanca, planchaba con esmero cada prenda, en el
extremo derecho de la mesa tenía
dispuesto un soporte metálico para la plancha, y a su izquierda una botella de
refresco con una tapa de caucho con cabeza metálica llena de perforaciones, por
donde salía el agua que constantemente iba rociando sobre la ropa, al pasar la
plancha caliente sobre la tela húmeda esta se quejaba emitiendo un sonido agudo
como quien chista pidiendo silencio: chissss,
se escuchaba constantemente mientras se levantaba un tufillo característico
como a pan horneado, así iban desapareciendo las arrugas y cada prenda quedaba
doblada con una precisión y exquisitez que daba pena desdoblarla para usarla.
Cuando
Celina plancha se olvida del mundo, sus pensamientos se detienen en las arrugas
de las camisas y con deleite desliza la plancha para verlas desaparecer, si
alguna se resiste rocía la prenda y en dirección contraria regresa la plancha
hasta imponer su orden, al final cuando queda doblada en absoluta perfección, sonríe
victoriosa, como si con aquella acción hubiera contribuido a mejorar el mundo.
La
mesa del comedor encontró otro uso, en esta va poniendo una sobre otra y en
hileras, las camisas, pantalones, medias y demás prendas, que luego pondrá en
los talegos de tela para empezar a entregarlos al día siguiente a sus dueños;
con el fin de evitar confusiones, ella misma había ideado un sistema, con unas
cuantas puntadas bordó de manera discreta entre las costuras la letra inicial
del nombre del dueño, así tenía control de las prendas evitando incomodos
reclamos.
Algunas
personas no le pagaban por el trabajo, cuando se encontraba en la calle con sus
deudores contoneándose con sus sotanas impecables, ella miraba para otro lado y
en su mente les maldecía, porque no era una mujer de malas palabras, pero sí de
pensamientos letales.
El
oficio se vino abajo con la llegada de las lavadoras automáticas, sin embargo,
por lealtad algunos clientes siguieron buscando a Celina para que les arreglara
la ropa, quien siguió con su oficio hasta que la salud se lo permitió.
De
impecable presentación, muy decente y muy digna, Celina era de esas personas
que honraron a padre y madre, a la patria y a Dios, nunca le hizo daño a nadie,
fiel servidora, gentil vecina, cascarrabias porque fue de la generación que
defendió su dignidad con gruñido y oración, tuvo miedos pero nunca a estar
sola, vivió feliz en su caserón que habitó y supo mantener en pie con la fuerza
de su corazón y la terquedad de sus manos, nunca imaginó que al final sería
derribado para hacer unas cuantas casuchas de mal gusto, amontonadas y sin
corredores mágicos en los que entra la luz y sale convertida en vida.
De
vez en cuando se le ve pasar por la calle, sonríe, se llena de compasión por
los perros callejeros, se fuma un cigarrillo piel roja sin filtro, toma un
tintico y se sienta en una banca del parque, estriba en sus recuerdos en la
tarde de un domingo ruidoso y desorientado, viendo con cierto desdén como las
personas pasan con sus camisas arrugadas y los pantalones rotos.
CARLOS
ANDRES RESTREPO ESPINOSA
Lindo relato.
ResponderEliminarUn escrito muy fluido y entretenido.
ResponderEliminarvacana, saludos profe!
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