Pidió un yogurt, le miré los pies,
ella reparó mi cabello y luego puso la mirada un poco más debajo de la pretina
de mí pantalón, no tuvo recato, yo sentí una punzada; giró de nuevo y pregunto
qué tan bajo en grasa era el producto que tenía en sus manos mientras lo
agitaba ingenuamente, y yo seguía con mi punzada en el mismo lugar y en
creciente fragor.
Eligió uno de frutos rojos, al
pagar no miró a la tendera, volvió de nuevo su mirada hacia mí, pero esta vez
hizo como que no era conmigo y eso me dolió en el alma, esperaba que su mirada
volviera sobre algún punto estratégico de mi geografía, que se yo, algún peñón
por ahí que antes no hubiera advertido, pero no, una vez más fui víctima del
coqueteo callejero que no conduce a nada. El único consuelo que me queda es que
al alejarse pude verle de nuevo sus pies de paquidermo y para tranquilizarme
dije en voz alta como para que solo yo me escuchara: ¡Jum ¡de la pisada que me
salve.
La conocí en un viaje entre
Copacabana y la Paz, en cierta parte del camino hay que descender del bus y hacer
parte del trayecto en balsa por el lago Titicaca, al tomar el pequeño barco me
tocó compartir con ella el retablo que quedaba para tomar asiento, sonreí y me
sonrió, sus ojos se agigantaron en la oscuridad y los míos echaron chispas, mi
respiración cambio su pesado ritmo de altura y galopó la sangre como fuego por
el carril izquierdo de mi arteria principal. Un encanto de mujer, me habló en
portugués y le entendí todo, me sorprendió mi inteligencia, casi aplaudo mi
capacidad de entender su lengua de manera tan fluida; esa su lengua deliciosa,
que navegante de su boca anunciaba en cada frase oleadas de ebriedad, que viva
el gigante del sur me digo, encontré mi amor, pienso en cómo le cambia la vida
a uno, alejarme tanto para encontrar lo que siempre estuvo cerca. Mientras la
embarcación surca el inmenso lago, ella con su voz, da una mortal singladura en
mi corazón, canta para mí en voz baja, tan baja como para que solo yo la
escuche una canción de chico buarque que dice: Ah si ya perdimos noción de la hora, cuéntame ahora con qué cara debo
seguir.
Al llegar a La Paz, el bus nos dejó
a las puertas de un cementerio, eran las tres de la mañana, el ambiente tenía
un perfume de mango maduro, ella me convido a su hostal, era eso o amanecer
recostado en un mausoleo, así que accedí. El tipo de recepción me miró con
desprecio cuando escuchó mi acento de jericoano y eso que hablé en portugués
para no levantar sospechas, fuimos hasta su cuarto, me dió un beso en la
mejilla, quedamos en vernos al día siguiente para tomar un café, cerró la
puerta y nunca más la volví a ver.
Profe su clase me gusta mucho, lo
dijo con esa obscenidad que acoge todo lo que se dice a los dieciocho años, - que
bueno - le respondí -, y ¿qué te gusta del tema que estamos trabajando? -, -
usted Profe, usted-.
Procuré evadir la incomodidad
recogiendo apresuradamente los libros que aún estaban sobre el escritorio, a
los sesenta años es muy factible que ese comentario hiciera mella, pero no
sucumbir ante tal despropósito era lo mínimo que podría hacer, no por asuntos
éticos, sino por causas peléticas de esas que se tornan peludas, y es que yo
conozco mi corazón más que cualquier mujer y para dolores los que tengo en la
rodilla me bastan.
El tema de moda era el amor líquido
de Bauman que algún profesor ocurrente trajo a la universidad y ahora todos para
sentirse intelectuales lo traían a colación: Bauman y su modernidad líquida,
Bauman y su amor líquido, Bauman y su iliquidez, buen tipo ese Zygmunt, le digo
a la estudiante cuando me pregunta: ¿porqué se perdió el vínculo en las
relaciones actuales?, y ¿porqué ya nadie quiere comprometerse y el para siempre
se disuelve en el presente constante?, yo le digo que eso es pura superstición,
que se deje de teorizar y que ame sin métodos, la mitad de la vida queremos ser
libres y la otra fingimos que lo somos. Le recomendé leer a Ayn Rand, le dije
que había sido una de las mujeres más inteligentes he influyentes del siglo XX
y que por eso nadie la conoce y sus ojos brillaron y me entregó un chocolate y
me dijo - Profe usted me llena, no hay otro hombre que desee más en la vida que
a usted - y yo le creí, se que soy un encanto, pero igual perdió la materia.
Estaba sentado frente al mostrador
de la tienda de Narigón tomando sirope con bizcocho, cuando una delicada mano
se posó en mi hombro - ¿puedo acompañarlo?- Sin esperar la respuesta acercó una
silla y se sentó a mi lado, pidió un jugo de Mora, tenía un suéter rojo y un
lazo blanco en la cabeza, no llevaba los lentes de siempre, las pecas en sus
mejillas se me antojaron más notorias, - ¿qué haremos hoy? - preguntó cómo para
entrar en confianza y dentro de mi saltó el gentil hombre y el animal de
costumbres en franca lid. Digamos que ella abandono el jugo y yo él sirope y
coincidimos en un merlot con cierto toque empireumático, me contó de su novio
idiota, leyó un poema de su inspiración, la escuché atento pretendiendo
encontrar algún error para ponerme por encima de ella, pero su escritura era
buena, no encontré que decirle, acepte su compañía hasta mi casa.
Cuando el bus frenó perdió el
equilibrio y se vino sobre mí, - disculpe - me dijo, - pierda cuidado, estoy
acostumbrado a que las mujeres se me abalancen de esa manera -, sonríó y dijo
que le encantaban los tipos con buen sentido del humor a lo que le sugerí
intrépido sin perder la oportunidad, que se soltara de la barra, para que
tuviera un resto de vida muy divertida.
Es usted todo un Don Juan, una
curva permitió que esta vez se viniera sobre mi con tal sutileza que pude
percibir su olor y sentir el roce de sus largas pestañas en mi mejilla,
casémonos le dije, sonriendo dijo si, seremos muy felices. Dicho esto,
anunció su parada y en la siguiente esquina se apeó del bus. Yo continué mi
recorrido volviendo a la lectura de Bauman con un gesto sonriente.
Carlos Andrés Restrepo E
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