martes, 17 de diciembre de 2024

UNA MELODÍA




“Los espejismos nos alientan para dar los últimos pasos en el desierto,
nos animan a llegar a la muerte confiando en la vida”.

  • Andrés Restrepo

A mis once años, primer año de mi segunda década, según el calendario corría el año 1985, Linda Carter sonreía y por un momento la televisión se sintonizaba impecable para facilitar su belleza ante mis ojos que no sabían del amor sus vericuetos, sino un hormigueo en la barriga que se parecía a la agonía de los sábados a las cuatro y media de la mañana, cuando salía al rosario de la aurora sin tomar nada y el desayuno se apartaba hasta las nueve, hora en que se regresaba a casa después de rezarle el rosario a María, solaz y alegría del triste mortal. A los once años no se es niño, tampoco un joven, se le llama a este limbo adolescencia, es terrible, ahora que lo pienso desde la altura de mis casi cincuenta ¿Adolescencia de qué? ¿A quienes se les ocurrió ese disparate? A los once se tiene todo, la adolescencia llega con los años y la lucidez, son los viejos los que empiezan a adolecer de amigos, de tiempo, de oportunidades, de compañía y los únicos hormigueos son los de la mala circulación.

En 1985 con toda la abundancia a mi favor, sin necesidad de bienes materiales para sentirme realizado, la inocencia era mi riqueza, una sopa de guineo un manjar, mi plan perfecto era salir del colegio para ir al ensayo de la banda del pueblo donde fa, fa, fa, fabricaba los hilos melódicos del hombre en que me habría de convertir.

Era el tamborero de la banda de música Manuel Londoño Mejía de Jericó. La banda era de las primeras en el departamento que había iniciado un programa con niños, así que fui parte de un experimento social, un híbrido sonoro entre empleados del municipio y una escuela de iniciación para infantes, una quijotada que tuvo un buen comienzo y un mal fin, después de varios años de éxito.  El plan fue arrojado del paraíso y quedó en manos de políticos de turno o manos corporativas que se dedicaron a formular proyectos, para sobrevivir elevando el nivel musical y dejando de lado el artístico y humano, mucho tilín tilón y nada de emoción. La banda de música de mi pueblo se quedó sin acontecimiento.

Todo el año teníamos retretas dominicales en el parque de Reyes a la salida de misa de seis de la tarde, también amenizábamos las fiestas religiosas y paganas, los desfiles, los eventos cívicos, las efemérides del centro de historia, donde salíamos con los bolsillos llenos de queso amarillo y otros tentempiés que los custodios de la historia degustaban en sus reuniones. Musicamos todo el tiempo y era la vida una dicha entre marchas, pasodobles y pasillos fiesteros y también, una nostalgia de valses, fantasías y bambucos.

A mis once años tuve el primer acaecimiento del amor del que puedo dar cuenta. Era la Semana Santa del año en curso,  viernes santo después de la hora de nona, era costumbre hacer una pequeña intervención musical antes de las ceremonias religiosas y allí, estaba yo tocando en el atrio de la catedral una fantasía de los cuentos de Hoffman de Offenbach, cuando la niña más hermosa que había visto se me quedó mirando mientras tocaba el tambor. Su presencia me animó y decidí lucirme ante ella, redoblé impetuoso anunciando el cambio de frase en el crescendo que abandona la barcarola para retornar al motivo inicial; ella sonrió, la miré con la inocencia de mis años, y sus ojos redondos se iluminaron, sentí un nudo en la garganta y un vacío en el estómago, no sabía lo que era el amor, no tenía idea, pero aquella sensación me llenó de un júbilo que jamás había sentido, el tema musical se extendió una eternidad y aquella niña no dejaba de mirarme, ignoré al maestro Rivera, en aquella función era ella la directora de la melodía de mi vida.

Mis manos electrizadas movían las baquetas con la pericia de un prestidigitador, la música invadía mi ser entero que se fue encumbrando por el atrio llevándola conmigo, nos elevamos hasta la torre de la catedral, el viento hacía ondear su vestido estampado de flores y mi cabello se despeinaba. Nos sentamos en la torre del campanario, tomó mis manos, las besó, un sentimiento nuevo me visitó debajo de mi pretina, la música estallaba en acordes y los platillos chocaban sacando chispas que llenaron el cielo de luz como juegos pirotécnicos sin detonación, en aquella levedad danzamos sobre el cielo de mi pueblo sin más soporte que los delgados hilos de la ensoñación.

Un codazo de la platillera me sacó de aquel vuelo, no había hecho el corte indicado y el director me sentenció con su mirada de verdugo. La fantasía terminó.

Sopesé la vergüenza, los demás músicos pasaron sus partituras y el director levantó sus manos para dar la entrada al nuevo tema: La danza húngara número 5 de Brahms. Esta obra tiene unos cortes que demandan mucha atención, me puse alerta para no atentar con el sagrado descanso de Brahms y al mismo tiempo busqué entre el público a la dueña de mi corazón.

El amor estaba allí manifestándose en esa muchacha de idéntica estatura a la mía, su cabello negro y corto lo recogía en las orejas, usaba un vestido de florecitas y una blusa blanca con el último botón desabrochado, dejando entrever su pecho apenas en floración. Suspiré y le sonreí, ella me correspondió y nos amamos en la distancia, la miraba después de cada corte y danzaba con ella en la tonalidad de un sol menor que brillaba como si fuera mayor. Terminó la obra tras el gesto del director que me clavó una vez más su mirada, encogí los hombros y miré por unos segundos el parche del tambor redoblante. 

Cuando volví la mirada hacia el público para buscarla, ya no estaba, se había disuelto entre la gente que se apuraba a buscar sillas dentro del templo. Nunca más la volví a ver. 

Con el tiempo he creído que la inventé, también pudo ser real, quien sabe, cuando se es un niño en transición hay mucho magín en la cabeza, siempre la música me ha puesto a crear mundos mágicos por no decir que espejismos, a veces lloro sin entender el por qué de esas lágrimas, la música es un asombro que aún no he podido dilucidar. Lo cierto es, que desde mis once años sueño con ella, la sigo buscando en cada mujer que he intentado amar irremediablemente mientras suena la melodía de mi vida.


Carlos Andrés Restrepo Espinosa


No hay comentarios:

Publicar un comentario

UNA MELODÍA

“Los espejismos nos alientan para dar los últimos pasos en el desierto, nos animan a llegar a la muerte confiando en la vida”. Andrés Restre...