lunes, 19 de diciembre de 2022

MI TAMBOR DE HOJALATA

 Nací un once de mayo, yo no recuerdo nada, lo sé porque me lo dijeron, a lo mejor no he nacido y he vivido todos estos años engañado, muchas de las cosas en las que creo no las he visto, por eso trato de ser discreto. Desde niño me están diciendo que soy un artista y no he podido saber de qué se trata eso, no hallo nada extraordinario en mis actos y sin embargo he recibido en varias ocasiones aplausos, me angustia pensar que tal vez no los merecía, peor aún pretender que los merezco.


Un día quise ser famoso y me empeñe mucho en conseguirlo, no dormía por estar ocupando mis actos en ser notado, llegué a poner sobre mi cabeza una flecha indicando que abajo estaba yo, en las noches utilicé luces reflectivas para que la oscuridad no opacara las ínfulas de mi presencia, para entonces yo no sabía nada, tampoco ahora, pero la ignorancia era más notoria. Tiempo después descubrí que ser famoso no es gran cosa, es una forma de esclavitud y no hubiera resistido un solo día, en cambio disfruto de ser reconocido por mi gente, recibir un saludo desde la distancia con un movimiento de mano, que el señor que me vende las verduras sepa mi nombre, eso sí que es un éxito.

Supe por cuentos de comadres que tuve un parto difícil,  por causa del mal uso del fórceps, me hicieron una herida en la frente que me provocó una parálisis del tercer par craneal, al médico que hizo tal proeza le decían asawín, era lo único que recetaba, tengo la sospecha de que aquel apodo lo inventó mi mamá en venganza por el daño provocado a su primogénito, las madres son como fieras cuidando su cría y la mía no mordía pero si fue y ha sido mordaz.

Cuando estaba en la escuela primaria me cité a una pelea con un compañero, la única que tuve en la vida, la gané y eso que yo era un enclenque, tomé por el cuello al otro, lo estaba ahorcando, tuvieron que intervenir otros niños; conservo en la memoria las pecas de su cara enrojecidas, sus venas brotadas, sus ojos como un vidrio cuando se fragmenta, mi rabia y mi incapacidad de detenerme. Aquel día me marco para siempre, el otro alegó haber ganado la pelea, yo me avergüenzo de que así no hubiera sido.

Ese año despertó el volcán del Nevado del Ruiz, y en una noche borró de tajo a Armero y sufrí a los nueve años la agonía y muerte de Omaira cómo si hubiera sido la propia. Ya de niño y eso sí lo recuerdo, no me lo contaron, era sensible y sentía en carne propia el dolor del mundo, llegué a creer con tanto miedo aprendido que lo del volcán era resultado de mi pelea y busqué al compañero de la pelea y le di un abrazo, desde ese tiempo soy un abrasador compulsivo, hasta en una oportunidad me despedí de abrazo de un señor que me robó en el centro de la ciudad.

Luego fue el disparate de querer llegar a ser alguien, de niño las cosas eran más sencillas, cantaba y elevaba cometas corriendo por las calles, y de pronto llegó la música. El primer instrumento que tuve fue un tambor hecho con un tarro de galletas, Miguel, de quien fui su nieto adoptivo, lo fabricó para mí y de un palo de escoba labró las baquetas, tan ta ta tan, redoblaba por el corredor de la casa, ta que te tan, por mi calle empedrara, cuando era hermosa y bien habitada, tan tara tan tara tan tan tan, y a cada golpe se asomaba un vecino y chistaba: a mi paso se unían otros niños simulando con las manos la trompeta, mi hermana chocando las palmas de las manos cantaba chis chis emulando los platillos y el juego de niños era una fiesta, Gunter Grass se hubiera sido de aquí también habría tenido su tambor de hojalata, las mismas historias ocurren en todos los lugares.

El ruido disminuyó y el tambor terminó de matero junto a una bacinilla de peltre, los vecinos se unieron para demandarle a mis padres me fuera decomisado el ofensivo instrumento, se acercaban las novenas de aguinaldo y no querían soportar más ruido, sólo se aceptaban las panderetas hechas con tapas de gaseosa, tambores no, terminantemente prohibido.

Para compensar la decisión que me dejaba sin instrumento, mi abuelo  se manifestó desde el más allá, lo hizo a través de una dulzaina alemana, los muertos saben cuándo regresar con su misericordia, él supo que ese día llegaría, así que dispuso antes de morir del instrumento de viento para que llegara a mí a través de mi madre que la tuvo en custodia hasta que yo tuviera la edad de merecerlo, seguro para que  cuidara bien de aquel legado, lo más probable es que haya sido para que no perdiera el interés en la música, así que en lugar del tan tan tan, ahora me pasaba los días sonando el do sol sol la sol si do. 

Lo que soy se lo debo a mis muertos, creo en ellos, en lo que me dicen, en sus voces que se erigen en la literatura, la música, en la filosofía, en la oralidad, en el lenguaje cotidiano que nos inventa. Nunca he sido relevante, ni famoso, ni guerrero, ni un artista, tiré abajo la flecha que me señalaba y en su lugar puse un signo gigante de interrogación y de pregunta en pregunta he ido encontrando los respectivos silencios como respuesta.

Carlos Andrés Restrepo Espinosa

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