lunes, 28 de marzo de 2022

El CAMIÓN DE COLORES


Todos los días a las siete de la mañana salen dos camiones de colores de mi pueblo, uno va hacia Andes y el otro va hasta la Pintada pasando por Támesis. Nótese que no dije que el primero va para Andes y el segundo para Pintada, porque el orden ha sido siempre un misterio para mi y seguro que para muchos que como yo, tomamos el camión a la salida del pueblo, así que tomarlo implica habitar la incertidumbre.

El acaecer inicia aguzando el oído para escuchar el reloj de la catedral marcar las siete de la mañana. Cuando suena el último badajazo es menester entrar al baño por recomendación expedita de mi madre que a estas alturas todavía gobierna sobre mi vejiga. Resuelta esa diligencia me paro en la puerta de la casa con la mirada hacia la loma donde está la casa de Don Feliciano. El tiempo transcurrido entre el campanazo número siete y la llegada del primer camión es incierto, pasan los minutos y no aparece, entonces empiezo a pensar que ya bajó sin darme cuenta, -eso seguro fue mientras entró al baño que se le pasó -grita la mamá de mi hermana- yo le dije que se fuera a cogerla a la plaza, -replica-.

Por fin asoma el capó del camión acompañado del estertor de sus cornetas, de una zancada gano el otro extremo de la calle y lo detengo moviendo alegremente la mano con un gesto que le aprendí al Príncipe Felipe de Edimburgo. Por orden cósmico, al detenerse el vehículo, se debe seguir el siguiente protocolo: ¿Ésta es la que va para para Támesis? -Le pregunto al ayudante que asoma la cabeza desde la última hilera de bancas, - no, ésta va para Andes, espere a la de atrás, -responde con cierto desaire mientras vuelve a guardar su cabeza dentro del caparazón del inmenso camión y el conductor continua la marcha.  Aguardo en el andén a que llegue la segunda “línea”; ya que introduje esta palabra que me estaba haciendo falta para desvanecer un poco las grecas que el peso de este camión están haciendo en estos párrafos, y con la intención de usarla un par de veces más, aclaro que toda la vida hemos llamado la Línea a este medio de transporte, algunos la llaman “escalera”,  chiva en  otras regiones y lo de camión de colores es invención poética de este escribano, para imprimirle una dosis de color a la imaginación del lector.

Veinte respiraciones profundas más tarde aparece la segunda línea que viene sin puestos, así que con todo y gesto de príncipe me mandan para el capacete, junto con los bultos de mercado, racimos de plátano, guacales con naranjas y otros insumos que no alcanzo a ver desde esta distancia en la que narro.

La primera vez que fui a Támesis fue a tocar con la banda de música. Al maestro Rafael Rivera, después de dirigir la Banda de Salgar y la de Jericó, le asignaron la de Támesis, así que cada tanto hacía integraciones o nos llevaba de refuerzo en ciertas presentaciones. Mis primeros hermanos de la música fueron de allí: Zuleta, Mónica, Carlos, Escalante, Rubiela y sus ojos donde chisporroteaban las corcheas. Voy a aprovechar este destello para justificar mi olvido al no mencionar al resto, pero aseguro que sigue resonando en mi corazón la melodía de sus nombres así haya olvidado sus letras.

Tiempos después me dio por cantar y escribir canciones y me estrené como cantautor en “La Tabernita”, un bar que quedaba ubicado en la esquina de la casa de la gobernación, que para aquel entonces era un inquilinato. Fui el telonero de Juan Guillermo García, persona fundamental que en mis inicios me aportó un repertorio invaluable y me enseñó a tocar la armónica, a él mi gratitud donde quiera que el canto lo haya llevado.

Gracias a la Invitación que me hiciera Jonny Osorio, mi primera presentación como cantante fuera del pueblo natal la hice en la casa de la Cultura Hipólito J. Cárdenas.  Ante una multitud de jóvenes entusiastas canté junto a otros músicos en un gran concierto que todavía recuerdo como si hubiera sido hace treinta años.

En adelante mi historia con este pueblo hermano siempre ha estado ligada a la música, todas mis visitas han sido en función de acontecimientos musicales, desde los tiempos en que fui un “chupacobre” con dientes de leche, ora como director coral, ora como cantautor y hasta como carranguero he estado ahí, con la floritura del canto estrechando los lazos de un pentagrama que dibujé desde niño y que hasta el sol de hoy ha servido de camino para seguir viajando sin perder el camino, atrapando en grupetos de notas musicales los ritmos de lo cotidiano donde, aunque somos distintos, podemos reconocernos iguales en la defensa de nuestro territorio y en la honradez de la herencia ancestral que desde los cerros tutelares nos recuerdan de dónde venimos.

Aquí voy esta vez sobre el capacete de la línea, agarrando el sombrero con una mano para que no se lo lleve el viento, esquivando chamizas y ramas del camino para que no me saquen un ojo, atisbando cómo ha cambiado el paisaje de Rio Frio, sonriendo, respirando feliz y silbando una tonada de un compositor tamesino. No encuentro otra manera más dichosa de regresar triunfal a Támesis, llegando por la carretera más hermosa que tiene, la que le une con Jericó.



Carlos Andrés Restrepo Espinosa

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