Cantamos un buen rato, yo canté l mío, tanto que le dije a Toño que no se casara, pero se casó. Eso se parece mucho al pobre Peraloca, un personaje de Hébert Castro al que le daban recomendaciones para todo y todas las ignoraba. Cuando escribo, súbito suelen venir ideas de otros asuntos, yo trato de ignorarlas para que el lector luego no venga a confundirse y entienda lo que está leyendo, aunque si me permiten un poco de honestidad, cuando lo hago es casi siempre con esa intención, la de imaginar la cara de angustia de cualquiera que sea, intentando tomar el ritmo de la respiración de mis dedos sobre el teclado.
Dije que cantamos a fin de provocar
la intriga por quiénes, en dónde y cuándo, para proporcionar el material de
escritura del siguiente párrafo. Ellos eran Klaus en la guitarra, Lindtraut en
el acordeón, Georg en la Flauta dulce tenor, y yo en la guitarra, la armónica y
ruiditos varios; tres alemanes y un Jericoano, ofreciendo conciertos de Navidad
en la región de Renania del Norte-Westfalia. Había una quinta persona que nos
acompañó, Nora, una amiga que está haciendo un año de voluntariado en Wernau y
que había conocido en Medellín en el coro de la Universidad, se unió al
proyecto y terminó cantando, tocando percusión menor y ofreciendo catas de
café, ya que manifestó su interés en el tema y Georg, que no solo es el Alemán
más embelequero que he conocido, sino el único, compró café colombiano por
kilos en una página web de Austria y hasta de una vereda de Betulia llegó un
paquete con la foto de un campesino en la etiqueta, con una gorra desteñida de
Pintuco, con un boso desaliñado y exhibiendo una sonrisa carente de incisivos
centrales, y yo que no me aguanto un cólico sentado, me dio por pensar en el
mercado de la porno miseria. Hasta el café me supo a tornillo.
Cantamos un buen rato, canciones
folclóricas de Alemania y de Europa en general. Cantaron ellos, yo toqué la
guitarra y bailé, no hablo el alemán, pero en el lenguaje de la música me ha
ido bien, con ese converso hasta por los acordes, y le hago canciones a las
lunáticas con mis seis cuerdas. Luego le
entramos un poco al repertorio norte americano y cantamos Bridge over Troubled Water de Simon and Garfunquel y que en
Colombia conocimos en la versión de Camilo Sesto, Blowin in the wind de Bob Dylan y que yo grabé alguna vez en
versión carranguera, y por ahí fue que terminamos cantando country en una
versión anglogermanojericoana que fue la dicha de grandes y chicos y hasta el Tutaina Tuturumaina se volvió un canto
colectivo, un mantra.
Decidieron los anfitriones que la
segunda tanda del concierto debería hacerla yo, así es que saqué mi repertorio
intimista y me canté y me celebré y lo que me dije a mí se lo dije a ellos,
porque lo que yo soy, también lo son ellos, porque cada átomo de mi cuerpo les
pertenece y viceversa. Parafraseo a Whitman y Nora hace gestos de terror cuando
le pido que traduzca mis palabras al alemán. Ella no es muy buena cantando,
canta para ella y eso es suficiente, además de traductora terminó de corista,
tocando el Kazzo, y ofreciendo el café; a ella mi gratitud por haber hecho
parte de este viaje. Yo, como el poeta de Cereté que nació en Cartagena, no soy
bueno de una manera conocida, pero su compañía saca lo mejor de mí y brilla en
mis ojos y resuena en mi canto.
Cantamos para campesinos, para
abuelos, para niños, para jóvenes, para el advenimiento de la luz, para el
conjuro del año nuevo, para reírnos, para llorar. Llevo un mes hablando
italianoinglisñol y no me han faltado comida ni vino, ni noches para gastarlas;
me ayudo con señas cuando la palabra es impronunciable y hasta rimo, peco,
empato, pierdo, me embolato y acierto en un tiempo en que hay más personas
preocupadas por morir de COVID que por vivir.
Este año nuevo ya empezó a acabarse, todo en
la vida tiene un final, menos la salchicha que tiene dos, me canta Georg para
despedirme. Georg llora, él y Martina, su compañera, vinieron a traernos hasta
Wernau. Hace un instante regresó a su ciudad. Prolongamos la despedida
cantando, algunos hombres resolvemos la vida de esa manera, cantando para
prolongar la dicha de la amistad, para enfrentar el abismo de la soledad. Le
acompañé hasta la puerta, y se alejó en su Dacia amarillo, al que bautizamos el
taxi colombiano. Ahora estoy en una habitación
con la calefacción al tope, afuera la temperatura está a -1°C, decido sentarme
a escribir, no sé si esto lo publique, por lo pronto escribo porque estoy lleno
de nostalgia y no por regresar a mi país de origen, sino nostalgia de estar tan
lejos y sentirme tan cerca de mí mismo, con el corazón tan dichoso, tan
consecuente con mi manía de andariego, pensando en qué nueva dirección tomar
para sentir el delicioso vértigo de no ser de aquí, ni ser de allá.
Suena el teléfono, Nora me invita a
tomar un café, tengo diez minutos para salir y tomar el tren que me llevará a
Esslingen, parece que es un pueblo que se escapó de ser bombardeado en la
segunda guerra. Me seco las lágrimas, recojo el abrigo y me expongo a la
intemperie, camino con agilidad, la nariz empieza a entumecerse, esa sensación
ya me parece grata, me consagro al invierno con la sabiduría del verano que se
cuece en el rescoldo de sus hogueras.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa
Wernau, Alemania, 13 de enero del
2022
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