La vida era más sencilla cuando nací, en casa no teníamos televisor así que el mundo entró por mis oídos, la música, las historias, el misterio de tierras exóticas llegaban a mí gracias a la radio en onda corta, AM y FM, el encanto principal estaba en la primera señal, en forma de voces que se mezclaban con sonidos cómo de naves espaciales, chillidos, “scratch” y otros ripios sonoros que de niño cerraba los ojos y viajaba por destellos de luz y rutilantes cascadas, dónde sentía el vacío de la caída, vacío qué ahora de grande me asaltan de vez en cuando en los sueños.
Cuando yo era pequeño pasaba el año con dos pares
de zapatos, si había un par de más seguro era heredado de algún primo que casi
siempre calzaba una talla mayor. Los
domingos me daban veinte pesos de ración y con eso me compraba las cosas más
esenciales para mi subsistencia: un paquete de mecatos surtidos comprados en la
sociedad de cantineros que era un lugar alucinante lleno de estantes con
chocolates, bombones, confituras y todo el azúcar imaginable dispuesto en
envolturas de atractivos colores que chisporrotean cómo las canciones de radio
rebelde sintonizadas en onda corta en la grabadora “Silver”, que tenía la
casetera dañada y era el electrodoméstico más importante de la casa; otras
veces optaba por las colaciones y los cigarrillos de dulce del toldo de Mariela
Macana, quien para mí siempre fue la versión propia de Willy Wonka, de su casa
salían los olores más dulces de la vida, tan dulces qué hoy en día podrían
aliviar de la amargura a más de un niño bribón del pueblo qué ahora funge de
ser grande.
El único afán que tenía era hacer rápido la tarea del colegio para irme al ensayo de la banda de música que dirigía el maestro Rafa, a quien le debo el oficio que ahora me ocupa, mi gratitud eterna por enseñarme la clave de Sol y con ella iluminar mi vida.
Nada me quitaba el sueño, el amor no había llegado a hacer estragos, el amor digo, cómo sí fuera el amor el causante, luego vino la desilusión y empezó el aprendizaje, más tarde apareció la primera mujer y entonces ya dejé de ser un niño.
En casa teníamos lo necesario y aunque éramos pobres cada qué había fiesta comíamos pollo, me tocaban las patas y era feliz, la riqueza estribaba en otra opulencia. Antes de irnos a la cama mi hermana y yo escuchábamos a mi papá leyendo poemas de Juan José Botero o su propia versión de Lejos del nido, cada noche mejorada con los giros que él se inventaba para que no le cogiéramos miedo a los indios; iba al río con los amigos a traer guayabas, tomaba agua de la quebrada de puente sucre, la leche llegaba a casa recién ordeñada, el pan más delicioso del mundo lo hacía Berta Ceballos, las mejores roscas y tortas las hacía su hermana Ofelia, quien también leía el Tarot y vivía en una casa gigante a la qué me dejaba entrar y siempre me regalaba recortes de su parva o roscas quebradas a cambio de traerle mandados de la tienda:- " Vaya dónde don Gerardo y le dice que me mande cinco pesos de manteca y que me los apunte "-, al oír mi razón el tendero abría un tarro cuadrado de lata en el que se leía: manteca de cerdo, y metiendo una cuchara gigante extraía un material blanco cremoso y lo envolvía en un pliego de papel parafinado, le hacía un torniquete a las cuatro puntas y salía el niño corriendo con el mandado que a pesar de lo cerca de la casa, al llegar ya le escurría manteca por los codos.
Había tiempo para todo, no usaba reloj, nadie se moría y si moría pues no dolía y la vida seguía su cauce, la única enfermedad que me acongojaba era el asma y con aceite de tiburón y escarabajos de maní hervidos en leche me sané.
El único afán que tenía era hacer rápido la tarea del colegio para irme al ensayo de la banda de música que dirigía el maestro Rafa, a quien le debo el oficio que ahora me ocupa, mi gratitud eterna por enseñarme la clave de Sol y con ella iluminar mi vida.
Nada me quitaba el sueño, el amor no había llegado a hacer estragos, el amor digo, cómo sí fuera el amor el causante, luego vino la desilusión y empezó el aprendizaje, más tarde apareció la primera mujer y entonces ya dejé de ser un niño.
En casa teníamos lo necesario y aunque éramos pobres cada qué había fiesta comíamos pollo, me tocaban las patas y era feliz, la riqueza estribaba en otra opulencia. Antes de irnos a la cama mi hermana y yo escuchábamos a mi papá leyendo poemas de Juan José Botero o su propia versión de Lejos del nido, cada noche mejorada con los giros que él se inventaba para que no le cogiéramos miedo a los indios; iba al río con los amigos a traer guayabas, tomaba agua de la quebrada de puente sucre, la leche llegaba a casa recién ordeñada, el pan más delicioso del mundo lo hacía Berta Ceballos, las mejores roscas y tortas las hacía su hermana Ofelia, quien también leía el Tarot y vivía en una casa gigante a la qué me dejaba entrar y siempre me regalaba recortes de su parva o roscas quebradas a cambio de traerle mandados de la tienda:- " Vaya dónde don Gerardo y le dice que me mande cinco pesos de manteca y que me los apunte "-, al oír mi razón el tendero abría un tarro cuadrado de lata en el que se leía: manteca de cerdo, y metiendo una cuchara gigante extraía un material blanco cremoso y lo envolvía en un pliego de papel parafinado, le hacía un torniquete a las cuatro puntas y salía el niño corriendo con el mandado que a pesar de lo cerca de la casa, al llegar ya le escurría manteca por los codos.
Había tiempo para todo, no usaba reloj, nadie se moría y si moría pues no dolía y la vida seguía su cauce, la única enfermedad que me acongojaba era el asma y con aceite de tiburón y escarabajos de maní hervidos en leche me sané.
De pronto me hice grande y ahora nada es sencillo,
la vida es la vida pero fui educado para sentirme agobiado y eso que bailo,
canto y escribo y en noche de plenilunio le ladro a los fantasmas, también
viajo y le hago carantoñas a la soledad y eso que soy soltero y no me quedé en
la primera mujer aunque sigo habitando el primer beso, y le coqueteo a las muy feas y en ocasiones me le
hago el pendejo a las dizque muy bellas, para mí salud ignoro a los arrogantes
y vuelvo invisibles a los arribistas, escribo canciones para ofrecer a los
amigos no para ganar premios o presumir aplausos. Y pese a tener el asunto tan
claro el dolor de patria no me deja, ni la valeriana me sirve, ni la flor de
sauco hervida con botón de pino y otras pócimas alegres de las que he sabido
dar cuenta.
No soy un hombre que puede ofrecer dinero o
empleo, ni fijar vallas en la montaña para hacerme notar, tampoco tengo una
doctrina que infundir, solo soy una persona ínfima, fácil de olvidar y proclive
a desaparecer, pero con la convicción de que si no reflexiono entonces no
tendría sentido que me arriesgara a escribir para quien no me leerá, lo único
que puedo hacer es invitar a pensar, para advertir que esto está mal y tiende a volverse peor, que no
ganamos nada con el progreso económico si no tenemos progreso moral, ¿Con qué
cara hablaremos de futuro si no hemos podido convivir en este presente?
La vida era más sencilla cuando nací, ahora que
se complicó me toca el trabajo de hacerla sencilla, está en mis manos la
transformación, me siento obligado a reflexionar de una manera qué antes no era
necesaria, y recordarnos que estamos distanciados, la esencia de las cosas
cambió, requerimos de una nueva fuente de pensamiento qué nos comprometa y
agrupe en la búsqueda del bien común.
Carlos
Andrés Restrepo Espinosa.
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