Bernarda tiene las orejas llenas de
aretas, su cabello es negro, lizo y largo, se pinta las cejas en arco
resaltando la palidez de su frente, su boca de labios delgados la pinta de rojo, parece el punto de un signo de interrogación, cuando mira con asombro en la
frente se le marcan las líneas cómo si fuera el fuelle de un acordeón, casi
siempre viste de negro, lleva un vestido fajado con un cinturón que luce una
hebilla plateada y un saco de lana en el que queda nadando, los puños los lleva
remangados hasta la mitad del brazo.
Calza una especie de babucha delgada
de tela, con suela plana, que se le conoce cómo abuelitas, un par de abuelitas
desgastadas, rotas en la punta, que dejan asomar la uña del dedo gordo pintada
de carmesí, son las que soportan los pasos de esta mujer. Tiene una
casita cerca de una quebrada de aguas negras que, a pesar de su pequeño caudal,
tiene un temperamento de borrasca, vive con su esposo, sus hijos y unos cuantos
fantasmas más.
Bernarda con los años se ha vuelto
acumuladora, guarda en su casa revistas, tapas de gaseosa, papeles brillantes
de confites, cucharitas de plástico, pitillos, chocolateras de cobre, bacinicas
de peltre, zapatos viejos, cojines y cajones con más chécheres, pocillos sin
oreja, muñecas despeinadas, cajetillas de cigarrillos piel roja con las que
hace tapetes, que algunas personas le compran o cambian por arroz. Los
niños del barrio la quieren, le visitan llevándole moras que han recogido en
las mangas del Volga, que aquí no es un rio, sino un potrero que algún día será
un colegio y después un centro comercial, porque en este pasado tan mal oliente
también se puede soñar con un futuro perfumado, ella en su chocolatera
bate con panela las moras y les prepara un mejunje que bautiza “morada”, los niños son felices y le pagan con
tapas de refresco que ella atesora en un botellón.
Su casita, la que está a la orilla de
la quebrada suele mantener la puerta principal entreabierta exhibiendo una
primera habitación dónde a pesar del batiburrillo de objetos unos ya nombrados
y otros innombrables, se alcanza a divisar una cama, allí suele pasar el día
sentada como en un trono con la ropa doblada en pequeños montones, a
esta le sigue una habitación a modo de galería, en estos tiempos las
habitaciones se hacen sin puertas, porque el mejor control de los miembros de
la familia, es que no tengan intimidad, y al fondo queda la cocina en la que un
radio sintoniza una canción de José Alfredo Jiménez, la tarde es gris y el país
se viene abajo, ella ignora esas cuestiones, la pobreza no deja ver más allá
del hambre.
Su esposo remienda zapatos y en su
tiempo libre ejerce la mendicidad o algo parecido, su principal pretexto es el
requerimiento de algunas monedas para una fórmula médica que no alcanza a pagar,
el día en que se alivie seguro se muere.
Bernarda hace quince años no sale a
la calle, eligió encerrarse, tiene la sensación de que, si deja la casa, tan
solo unos segundos, podría venirse abajo o peor que ocurra un desahucio
mientras va a la tienda de la esquina por cincuenta centavos de manteca y un
par de huevos. Desde entonces está en casa, mira con angustia la viga del techo
que ya no aguanta un aguacero más, respira profundo, convencida que es su
mirada la que mantiene las tejas en su sitio, mira con tal solemnidad que la
contundencia del ojo del búho en la noche queda opacada por el brillo de este
acecho, su mirada sostiene su techo y este, aunque ella no lo sabe soporta el
cielo y permite que las estrellas conserven su sitio.
A veces la vida se ensaña con las
personas pobres, pero también ocurre que las personas pobres se ensañan con la
vida y les da por eternizar su sino teniendo muchos hijos murmura un hombre de
bien, sentado en un café al ver pasar al esposo de la mujer que nos ocupa en
este relato, quien pese a sus carencias materiales no le falta dignidad y
cierta distinción en su postura, en este lugar los pobres suelen vestir mejor
que los llamados ricos, y aunque a los ricos les incomodan los pobres, conviven
con ellos, el que hace poco murmuró invita al zapatero y toman café y sonríen,
pero ya sabemos que quien invita está jugando a ser altruista, cree que un café
es lo que necesitan los pobres para espantar su sino, aquí la desigualdad
social no existe, somos incluyentes, pero suelen susurrar cuando se dan la
espalda.
La fatalidad no se ocupó de estos
personajes, pero la vida si, Bernarda termina muriendo de ausencia y de pobreza
matizadas con cataratas en sus ojos, el día en que muere la casa se viene
abajo, su esposo termina el resto de sus días que no fueron muchos en un
hospicio, no lo mata el hambre, pero si la soledad, sus hijos les sobrevivirán
para poco a poco irse volviendo invisibles y morir de olvido.
CARLOS ANDRES RESTREPO ESPINOSA.
😪😪😪
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