DE
LA PRIMERA CARTA DE ANDRES RESTREPO A LOS ROMANOS
En la vía Aurelia 366 a
pocas cuadras de la estación Baldo Degli Ubaldi sentí hambre, busqué
alrededor y el viento me trajo un aroma que seguí olfateando como lo
hacen los dibujos animados, encontré un pequeño lugar de comidas caseras
llamado Osteria Antichi Sapori da Leo, un diminuto cubo en el que cabe el sabor
de Roma; el lugar a pesar de sus dimensiones está bien distribuido, las mesas
se pegan unas a otras haciendo que los comensales deban abrir espacio a los que
llegan poniéndose de pie y permitiendo el paso, pues las mesas puestas en
fila no permiten otra manera de acceso.
En aquel cubículo en el que comensales
de toda la vida suelen almorzar, me encuentro pidiendo una copa de vino tinto
con una bruschetta mientras ojeo el menú para decidir por el primer plato,
entre un pannette all’arrabbiata o un Risotto al Radicchio, elijo el pannette,
doy sorbos al vino de casa que me sabe a nostalgia de domingo en la tarde, la
decoración del lugar es estrafalaria, aunque austero el espacio no le falta el
aire acondicionado, fijados a la pared cuadros
de infantas en poses greco-romanas, una pintura de un hombre con sombrero de
paja comiendo frijoles, fotografías de futbolistas y varios recortes de
periódico enmarcados de manera insulsa en los que aparecen crónicas hechas al
dueño del lugar que es el mismo que sirve y va de mesa en mesa tras el llamado
de “Leooo”, cantado como solo los italianos saben entonar.
El lugar es tradicional, famoso en la
ciudad, pero no es un sitio para turistas, es un comedor de barrio.
Leo olvida mi orden o la ignora, tengo
la sospecha de que su esmero prima sobre su clientela de toda la vida, me
distraigo leyendo un aviso que hay en la pared que dice: “No tenemos wifi, solo
vino y navegue qué es un placer”. Al no llegar mi plato decido entonarme y
canto el nombre del dueño - Leooo -, y al instante viene atento hacia mí
y en un italiano improvisado pero con la sagacidad de un muerto de hambre, le
reclamo mi plato y acto seguido, le anuncio mi decisión de morir allí sobre el
mantel de cuadros blancos y rojos, deja salir una risotada y dice - que
divertido nuestro visitante, sale un pannette all’arrabbiata para el colombiano
que está rrabbiato -, todos miran sonríen y siguen en lo suyo. La comida llega y de una vez le ordeno el
segundo plato que elijo sin pensar, un pollo a la cazadora; me llamó la
atención el plato porque ese menú lo ofrecen cada tanto en el salón Versalles
en Medellín, y pues había que ver para comparar y en efecto, fue todo un
acierto y debo decir que muy similar al que ofrece el otro Leo en la capital de
Antioquia.
Un hombre de notable presencia
atraviesa la puerta del lugar, al verle sospecho que es un romano, un romano
que obedece a la idea que desde niño había tenido de un romano, idéntico a
Ernest Borgnine en el papel del centurión en la miniserie anglo italiana Jesús
de Nazaret, de Franco Zeffirelli que vi año tras año todas las semanas santas
cuando en mi país había televisión pública; con asombro veo que el centurión se
sienta a mi lado, recuerdo que el señor Borgnine era americano, pero su
caracterización le quedó excelente pues el personaje que tengo justo
ahora enfrente tiene la misma edad, el mismo porte e idéntica mirada, no del
actor, sino del personaje que encarnó y que yo de niño jamás imaginé que un día
se sentaría a mi lado en un modesto restaurante de un barrio popular en Roma.
Me pongo de pie, abro paso, yo no se si
decirle Don Ernest, su excelencia centurión o como le va romano, le sonrío y le
enseño la silla, él toma asiento, lo
atienden como a todo un centurión, no ordena, es como si el mesero ya supiera
qué quiere su cliente, le traen vino, pan, un poco de queso y al instante un
plato de “Bombolotti alla Matriciana”, al mismo tiempo yo estoy terminando mi
segundo plato, reparo de nuevo en el menú por si hay un postre de mi apetencia
o si me decido por un expreso con grapa, dosis que ha hecho la vida más hermosa
en mi recorrido por Italia. Estaba en esas cuando el personaje se me queda
mirando y me dice que de que parte de España soy y le digo que de la parte de
Colombia y se sorprende, - ¿un colombiano?, nunca había estado con un
colombiano en la misma mesa -, dijo con una voz que no se parecía en nada a la
de los romanos que yo conocía en las famosas cartas de San Pablo, así que con
mucho esfuerzo de mi parte e introduciendo por momentos frases al traductor del
celular, pude tener mi primera conversación profunda con un romano de verdad.
Habló de la guerra, pidió mas vino, me
enseñó su alma en la conversación, agradeció mi visita, dijo que Italia era un
país de gente humilde, que en la mesa se resuelve la vida, nos quedó del pasado
su peso, el portento de una ilustración que terminó cegándonos, la escasez
reina aún en los grandes castillos; sin dejar de hablar va trenzando en su
tenedor de manera magistral unos hilos de su pasta y me ofrece diciendo, -
Quiero que pruebe, esta es comida de pobre, pero es la que nos ha permitido a
los Italianos no desfallecer de hambre pues la pasta nunca falta si se
comparte, pruebe usted este sabor para que no olvide que los pobres cuando
comemos acompañados, la comida sabe mejor. -. Con lágrimas en los ojos recibí
el tenedor y comí de su plato, aquel inmenso gesto me conmovió y esclareció la
gracia de las palabras: “Tomad y comed todos de este pan”.
En aquel estado de agnición comprendí
que aquel había sido el motivo de mi viaje, ni San Pedro con su mercado de
indulgencias, ni Florencia en su esplendor, ni Venecia con sus manías
acuáticas, superaron el acto de aquel hombre nada común, los hechos que cambian
nuestra vida suelen venir de las personas que nos ofrecen la posibilidad de
acercarnos un poco a eso que nos queremos parecer.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa
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