Sus tías insistieron, no diré
que tanto, pero lo hicieron, querían que se diera entre los dos un encuentro,
las tías a veces son así, de la nada te quieren meter por los ojos a alguien, -
Debo reconocer que ese no es mi estilo, pero yo por ellas hago lo que sea -, me
advierte del otro lado del teléfono, mientras trato de crear una imagen de su
rostro con los fragmentos de sus mensajes y conjeturo el resto apoyado en mis fábulas
literarias.
En mi vida había tenido una
cita a ciegas. Casi no logra reconocerme, por mi cuenta vi a una mujer delgada,
con el cabello recogido y con cierto porte de dama antigua, así que supuse que
era ella; después de girar sobre sí misma, se alejó y regresó con un café,
nunca reparó en mi presencia, se sentó junto a mí, se llevó el vaso desechable
a la boca y sacó del bolso un libro que hacía mención de dinosaurios, política y
ateísmos, - Esto sí que es una cita a ciegas -, me dije.
Allí estaba yo un tanto
absurdo, no soy ningún muchacho bueno, ni digno de honor, ni rebosante de méritos,
soy un hombre común haciendo uso de su pesimismo cotidiano, en un encuentro con
una mujer inesperada, prevenido, pero lleno de curiosidad por saber quién se
escondía tras aquella mujer en apariencia simpática.
Me había adelantado un poco
y la busqué en una red social, en su foto de perfil aparecía una rubia con unos
intensos ojos color miel y una sonrisa de manantial, lucía una gorra de béisbol
de la que surgía una abundante cabellera “toda una mata de pelo”, como dirían
mis tías (que también las tengo, pero que no fueron convidadas a este cuento); se
alcanzaba a ver la mano de un hombre que se asomaba un poco sobre su hombro
derecho, la foto había sido recortada, como mandando un contundente mensaje al
mutilado.
Y allí estábamos, ella alta,
con mirada irónica, ajena a toda pretensión, confirmando los adjetivos establecidos
a sus ojos, sonrisa y cabello; toda una mujer, con movimientos finos, fluyendo
con tal gracia que entre más ganaba altivez yo cada vez me convertía en un
perfecto Don Nadie.
Fungí ser profundo para no
darme por vencido y terminamos pretendiendo arreglar el mundo, nada novedoso,
tomo un café negro sin azúcar, ella sabe dar cuenta de un mejunje de café con
caramelo, arequipe y crema, como quien dice: ¿quieres saber que es lo único
dulce en mí? Ahí tienes.
Entremezclamos temas,
yuxtapusimos emociones, ella dejo rodar un par de lágrimas en su mejilla, yo
las deje rodar hacia adentro. Jamás imaginé tanta empatía, tal vez sus tías
tenían razón, quizás Coelho, o Jodorowsky con su arsenal de actos mágicos, el
caos poético de Stephen Hawking citado por ella cada final de frase me hacia un
guiño.
Llego a creer el disparate
de que el universo se toma el tiempo y mueve las fichas de manera compleja solo
para que dos personas se tomen un café.
Para una mujer que no está
ocupando su vida en ser bella, la hermosura le luce como un arco iris a la
tarde de invierno, pienso. En silencio le veo hablar mientras desvía su mirada huyendo
de mis ojos firmes y lúbricos.
Tiene en su haber una fiesta
de colores danzando y al mismo tiempo porque es así de contradictoria, es una
mujer nostálgica y amargada que huye de lo sutil porque sabe de sobra que es
frágil ante un poema.
Nos levantamos del lugar, la
despedida fue cálida, los dos sabíamos que esa había sido la primera y última vez
que nos veríamos, basta un encuentro para saber quién es el otro y aquella
encantadora mujer no era para mi vida.
Yo que no soy tan caballero
tomo mi sombrero imaginario lo pongo en mi pecho y hago una venia, el universo
conspira, empiezo a ser optimista, y unas ganas de no decir adiós me pueblan,
empero doy la espalda apresuro el paso y mientras camino saco el celular del
bolsillo de la chaqueta, busco su nombre y le doy bloquear y eliminar contacto.
Carlos
Andrés Restrepo Espinosa
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