"...No hay lugares
naturales o naciones sustentadas en bases genéticas o raciales, lo que hay son
lugares del espíritu, lugares culturales custodiados por las obras de arte, ya
que solo los lugares poetizados son habitables y los verdaderos lugares los
fundan los poetas y los artistas..."(Pardo, 1998)
Inicio con un
comentario que hace el filosofo español José Luis Pardo en su -ensayo sobre la
falta de lugares-, acerca del pensamiento que tenía Martin Heidegger sobre la
noción que tenemos del origen de nuestros lugares, o de nosotros en los lugares
que habitamos y lo hago porque mas allá de un asunto filosófico o intelectual he
ido descubriendo que es la falta de esos lugares en los que se configuraban
nuestras prácticas cotidianas lo que nos ha desordenado un poco el corazón y
con él la vida, llenando de nostalgia lo que antes ocupaba el regocijo.
En la época de mi
primera juventud, uno de mis lugares preferidos eran las barandas de cemento de
la rampa para acceso vehicular del atrio de la catedral de mi pueblo Jericó,
este era mi punto de encuentro con los compañeros del colegio, mis primeras
citas de amor y también el lugar de avistamiento de las niñas a la hora de salida
del colegio; era un lugar satélite importante para el tráfico de chismes,
comentarios o descubrimientos; para no demeritar el uso de las burdas barandas
diré que también era común ver allí a solitarios que abandonados a la
intemperie extraviaban sus miradas y vueltos parte del paisaje terminaban haciéndose
invisibles.
Los lugares se moldean,
se acomodan, cambian sus estructuras, por la forma de ser habitados toman la
sustancia que les dará sustento en la acción diaria; ahora ese lugar no existe,
por lo menos no en lo físico, fue desplazado y en su lugar solo queda un
generoso vacio que da amplitud al ingreso de los fieles devotos que llegan en
bandadas de peregrinos en búsqueda de un milagro que les aleje de "el
límite primero inmóvil del cuerpo
continente" (Duque, 2006), de esa
miseria de no entender que la enfermedad es también el límite entre lo inmortal
y lo efímero, aviso de un lugar que en sí mismo limita lo limitado; ahora los
personajes poetizados por la cotidianidad, aquellos que se permitían el lujo de
ser invisibles y al mismo tiempo marcar el paisaje con el estruendo de su
normalidad han sido desplazados con sus prácticas
de otrora a lugares marginales.
La añoranza de espacios
acude a otros coterráneos con sus respectivos lugares que habían tomado como
propios y que poco a poco fueron desapareciendo o desplazando y en su parte
erigido construcciones que borran de tajo la memoria y reducen a polvo el
origen y la importancia de su significado.
"La casa del abuelo fue demolida para poner en su
lugar un parqueadero; se lamenta un parroquiano con otro al que el ensanche se
le llevo por delante la manga de guayabos donde todavía su niñez se sigue
columpiando"
Venteros de medallitas
milagrosas, escapularios mercedarios y laurinos, réplicas en miniatura de
bustos a escala de la Santa de moda, brebajes mágicos, pócimas y unturas
pululan por las calles, acampan en las esquinas principales, aturden con sus
ficciones y recrean un lugar tan fascinante que dan ganas de creer.
Pero no solo de los
espacios físicos hemos sido desplazados; hay una creciente pérdida de los
espacios mentales siendo ocupados por artificios, por advenedizas ideas de
confort, el bienestar ya no es medido por la tranquilidad mental, por el buen
aire, por la calidad del agua, el respeto por los derechos a tener un lugar
común donde poder converger con nuestras diferencias sin que eso implique la
destrucción de nuestras formas de morar, no, nada de esto importa, solo el
poder adquisitivo, no importan las aflicciones del otro, su angustia, el miedo
que todos los días hace su trabajo de carcomer la esperanza, lo importante ya no es lo trascendente, los
nuevos espacios se configuran para no ser habitados, lo estéril se levanta
sobre lo que era fecundo y este emplazamiento genera otra noción de origen.
La vecindad ya no es el
lugar certero donde a pesar de los rasgos distintivos todos terminábamos siendo
los mismos, la vecindad se localizaba en el barrio, un parque, el salón de
billar o en el comedor familiar, ahora ya no se define por un lugar propio, en
palabras de Foucault; el emplazamiento sustituye la localización, pero redefine
las relaciones de vecindad entre los elementos que la conforman.
Quizás parte del
malestar que expongo y que bebe del rumor generalizado en los habitantes del
pueblo donde ahora vivo mi segunda juventud, es la queja de si nos quedará
espacio donde seguir viviendo, si la minería nos dejará sin agua, si las
reforestadoras van a dejar a los campesinos sin tierras para labrar el pan
coger, así mismo, de que manera van a circular los bienes, ¿cómo se constituirá
a futuro el territorio que ven amenazado?, un territorio que para muchos tiene
sus límites en el marco de la plaza y para otros va hasta los espacios
imaginados, habitados por las formas de
relacionarse con la memoria, con la identidad y con la idea que tienen del
vivir.
Siendo honesto, mi
lugar propio es un lugar poetizado, un idílico pueblo que heredé de las
historias que los grandes contaban, habito una completa ficción de la
memoria, por tanto, vivo en lo
inexistente, por poner conversa y usar un soporte de esta idea que me ronda
puse mi ejemplo de las barandas del atrio, pero estoy seguro que cada habitante
de Jericó tiene su lugar propio o lo tuvo, o está por configurarlo.
Soy el producto de un
cuento, vivo una narrativa que sufrió una ruptura en su línea del tiempo y sin
embargo, se adaptó al medio derruido y siguió habitando un espacio ilusionando
otro tiempo, soy un idílico sujeto que sigue sentándose en las barandas de
hormigón a la entrada de la catedral, no en espera de un milagro, no
presumiendo ser parte del paisaje, sino en espera de las cinco de la tarde hora
en que empiezan a desfilar las colegialas y entre ellas la más bonita, aquella
que desacraliza para siempre mi tiempo y me aquieta con su furtiva mirada en ese lugar propio de la espera, la incondicional esperanza de los que
estamos solos.
Gozoso y lucido de
estar en crisis, ese privilegiado estado en que habito y que reconozco
ávidamente en mi existencia, me arrojo a la idea de no estar tan solo al
encontrarme habitando entre canciones que hicieron otros, navegando en los
ideales de los sabios y naufragando en lo inefable de la poesía, lugar del
espíritu, mi lugar propio.
CARLOS ANDRES RESTREPO
ESPINOSA
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