jueves, 8 de febrero de 2018

ENRIQUITO EL LAMPARERO


Por decreto emanado de alguna voluntad divina, el señor cura decidió acabar con las cerillas y Enriquito el lamparero se quedó sin su trabajo. En aquel entonces, el pueblo tenía más devotos del señor caído que los que cualquier santo futuro pudiera merecer. Las lucernas mantenían viva la llama de la esperanza para los habitantes de aquel terruño, quienes, convencidos de ser el pueblo elegido, nunca se preocuparon de su venida a menos, una caída tan progresiva que nadie se dio cuenta hasta que no hubo nada que hacer. 

Las cerillas de parafina eran traídas de la capital en guacales de madera y atesoradas en la sacristía, cada caja contenía mil unidades que eran vendidas a cincuenta centavos. Para evitar el incordio de la transacción en recintos sagrados y a fin de que Enriquito no se untara la mano con el dinero de Dios, se había dispuesto de una alcancía metálica en la que el devoto depositaba la moneda y sacaba la cerilla de un tarro, para ser entregada luego al lamparero quien se encargaba de encenderla; entretanto, el penitente se arrodillaba santiguando su frente, elevando los ojos y extendiendo los labios en un rictus de éxtasis susurrando las peticiones a la imagen inmóvil y lacerada, de ojos huidizos del Señor Caído.

El camerino se mantenía ardiente, un abrigador calor se conservada permitiendo a los frágiles rezanderos sentir alivio de sus dolencias de artritis, de vientos encajados en el cuerpo o de tirones musculares, de formas misteriosas se vale el señor para sanar a sus hijos. Después de media hora de estar en el lugar, el devoto sentía un alivio que guardaba en el silencio de su corazón. En aquel tiempo los milagros aún no se habían capitalizado y cualquier manifestación de sanación era natural, algo entre Dios y el penitente, un arreglo que no tenía ningún mediador, salvo para algunos, el lamparero, a quien le encargaban seguir encendiendo por ocho días consecutivos una cerilla, para mantener encendida la luz de la gratitud. 

Enriquito era un hombre de baja estatura, tenía una particular forma de afeitarse las patillas hasta las cienes, haciendo arco en las orejas, vestía de cachaco, usaba sombrero de fieltro que siempre llevaba sobre la frente. Al caminar arrastraba los pies por causa de los zapatos que siempre le quedaban grandes y las medias se le enrollaban sobre los tobillos blancos y esqueléticos. Todos los días llegaba antes del rosario y se disponía a cumplir con su oficio, limpiando los lampararios, retirando la esperma con la uña del dedo pulgar, que para tal menester la conservó siempre larga como herramienta eficaz en su labor.

Las llamitas se unían para simbolizar la luz que aquel pueblo construía cada día con sus acciones, no era solamente el producto de un fervor religioso, en efecto la iluminación estaba en la consciencia de los habitantes que se esmeraban en avivarla, se reflejaba en sus poetas, los artistas, en aquellos hombres con el don de la palabra que se destacaban tanto en el púlpito, como en el estrado, en el aula o en la mesa de un café. Era una comunidad brillante, esto no significaba que no tuviera sus eclipses y apagones repentinos, pero se tenía más claridad en los designios que definían sus acontecimientos, porque la luz, no solo era artificial, sino que obedecía a un fuego interior que desde la fundación se heredó por generaciones, sustentado en el brillo de sus ideas y pensamientos de avanzada que llevaron a sentir jubilo y orgullo por una comarca, que sin necesidad de ínfulas fue pionera en la industria y el comercio, cuna de pensadores, intelectuales y hombres de ciencia que expandieron su luz a otras geografías, a otras dimensiones.

Por temor a que el fuego provocara un incendio, la luz fue prohibida y las cerillas declaradas ilegales, pero las alcancías no, en la actualidad, estas hacen parte de un aparato eléctrico que al introducir una moneda enciende una simulación de velilla con una luz mortecina, que generalmente solo enciende después de echarle dos o más monedas.

Muchos años después de mi larga ausencia regresé al lugar de mis añoranzas, una frase de Milán Kundera da vueltas en mi cabeza: “Aquel que abandona su tierra no es feliz”, regreso pretendiendo darle razón al escritor checo, soy un forastero en mi propia tierra, no me reconozco en nadie, las miradas de las personas que encuentro a mi paso carecen del brillo al que estaba acostumbrado, los rostros de los hombres que languidecen sentados en el parque carecen de surcos de felicidad, da la impresión que el soplido que apagó las velas del templo fue tan fuerte que alcanzó la llama interna de sus habitantes.

Camino por la calle que conduce a la puerta del perdón, quiero entrar a esa mole de concreto que levantaron tras mi ausencia, me parece que veo caminar a mi lado a Enriquito, llevando de gancho a su hermana ciega “Mariíta”, atravesamos la puerta, me quedo contemplando su cara alargada y pálida mientras se pasea por la nave izquierda del templo, desaparece entre las columnas con esa gracia cinematográfica que tienen los fantasmas, un frío intenso me sobrecoge, así nos comunicamos los muertos, doy vuelta para salir del lugar, en un camerino frío y solitario reza una vieja desdentada mientras un grupo de turistas rubios y zanquilargos posan para una foto que no tendrá más memoria que la de un día de paseo en una pintoresca aldea cada vez venida a menos, con tantos distractores políticos y fachadas de colores que no ha podido darse cuenta de la oscuridad en la que está viviendo. 




CARLOS ANDRES RESTREPO ESPINOSA


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