En la edad de la inocencia, hace
ya mucho tiempo, las máquinas de coser, eran como una nave espacial en la que
de niño me subía y no alcanzaba los pedales y cuando los alcancé el viaje fue
directo al hospital porque me atravesé los dedos con la aguja, me hice un lindo
bordado en zigzag en la falange del dedo índice de mi mano derecha, el viaje al
hospital fue por el escándalo de sangre en la tela, me atendió un médico de
apellido Medina que tenía la virtud de ser el más malo del mundo por aquellos
tiempos, me receto asawin y me remitió con doña Aura Restrepo (la
modista qué me confeccionaba hacía los pantalones de “terlete” azul de la
escuela), Ella estaba más preparada para retirar las puntadas.
La máquina de coser Singer de mi tía Delia cumplía varias funciones, además de
herramienta de costura, era centro de sala, mesa de comedor, escritorio y para
mi fantasía infantil centro de controles de la nave espacial que me llevaba en
las sórdidas tardes en qué me dejaban al cuidado de la tía, a otras galaxias
dónde descubría planetas y entrenaba el klingon en mis negociaciones con
la confederación de planetas. Cada
pedalazo a la máquina me impulsaba a una nueva dimensión, experiencias
infantiles que me facilitaba el canal 1 de la tv estatal en dos enlatados que
llenaron mi niñez de magia y al mismo tiempo de ciencia: Star trek y Sankuokai.
Este artefacto han tenido para mí una connotación muy especial, era un juego prohibido.
Todo aquello que me indicaban no hacer, ahí estaba el hijo de misia Otilia,
acometiendo el principio infantil de la desobediencia, virtud por demás que me
ha acompañado a lo largo de la vida, pero de esos desacatos me ocuparé cuando zurza
otras costuras.
En mis primeros encuentros con la máquina, no alcanzaba los pedales, así que me
paraba cerca y posaba un pie sobre el pedal y la máquina daba un tirón
provocando un sonido agudo como de motor de motocicleta con resfriado, recuerdo que la primera vez, del susto salí
corriendo y tropecé con un tapete de terciopelo en el que un león saltaba sobre
una gacela, el impulso; supongo que por cuestiones cinéticas del pedal que mi
mente infantil no alcanza a comprender, me lanzó al otro extremo de la
habitación, desde entonces me quedó una cicatriz así de grande en la frente y
un pánico adicional a los leones de terciopelo.
El tiempo pasó tan vertiginoso como
la idea de un escritor al pasar la página. La máquina dejó de ser el centro de
atracción para los juegos infantiles, quedó abandonada en un rincón de la casa,
fue reemplazada por una maquina eléctrica “Starlet”, más silenciosa y de
puntadas más finas, cuyo accionar era con un pedal pequeño que no tenía la
fuerza suficiente para alcanzar la estratósfera.
Mis viajes se quedaron sin la
nave que los catapultara más allá de las estrellas. Haciendo memoria, el último gran viaje fue al
hospital y luego a la casa de doña Aura, dónde después de quitarme las puntadas
que unió mis dedos en el saludó del señor Spock, me permitió jugar sin cautelas
ni miramientos con una máquina pequeña que se ajustaba a mi tamaño. Desde entonces no he parado de viajar, cada
vez un nuevo destino, en mi último viaje estelar por el espacio tiempo, estoy
habitando el cuerpo de un hombre grande que juega a ser escritor y recuerda como
de niño jugaba con la máquina de coser de su tía.
Debo darme prisa y terminar esta
misión, porque mi nave está próxima a despegar y me espera una nueva aventura.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa
No hay comentarios:
Publicar un comentario