viernes, 20 de enero de 2023

MÁQUINA DE COSER INTERESTELAR

 


En la edad de la inocencia, hace ya mucho tiempo, las máquinas de coser, eran como una nave espacial en la que de niño me subía y no alcanzaba los pedales y cuando los alcancé el viaje fue directo al hospital porque me atravesé los dedos con la aguja, me hice un lindo bordado en zigzag en la falange del dedo índice de mi mano derecha, el viaje al hospital fue por el escándalo de sangre en la tela, me atendió un médico de apellido Medina que tenía la virtud de ser el más malo del mundo por aquellos tiempos, me receto asawin y me remitió con doña Aura Restrepo (la modista qué me confeccionaba hacía los pantalones de “terlete” azul de la escuela), Ella estaba más preparada para retirar las puntadas.

La máquina de coser Singer de mi tía Delia cumplía varias funciones, además de herramienta de costura, era centro de sala, mesa de comedor, escritorio y para mi fantasía infantil centro de controles de la nave espacial que me llevaba en las sórdidas tardes en qué me dejaban al cuidado de la tía, a otras galaxias dónde descubría planetas y entrenaba el klingon en mis negociaciones con la confederación de planetas.  Cada pedalazo a la máquina me impulsaba a una nueva dimensión, experiencias infantiles que me facilitaba el canal 1 de la tv estatal en dos enlatados que llenaron mi niñez de magia y al mismo tiempo de ciencia: Star trek y Sankuokai.

Este artefacto han tenido para mí una connotación muy especial, era un juego prohibido.  Todo aquello que me indicaban no hacer, ahí estaba el hijo de misia Otilia, acometiendo el principio infantil de la desobediencia, virtud por demás que me ha acompañado a lo largo de la vida, pero de esos desacatos me ocuparé cuando zurza otras costuras.

En mis primeros encuentros con la máquina, no alcanzaba los pedales, así que me paraba cerca y posaba un pie sobre el pedal y la máquina daba un tirón provocando un sonido agudo como de motor de motocicleta con resfriado,  recuerdo que la primera vez, del susto salí corriendo y tropecé con un tapete de terciopelo en el que un león saltaba sobre una gacela, el impulso; supongo que por cuestiones cinéticas del pedal que mi mente infantil no alcanza a comprender, me lanzó al otro extremo de la habitación, desde entonces me quedó una cicatriz así de grande en la frente y un pánico adicional a los leones de terciopelo.

El tiempo pasó tan vertiginoso como la idea de un escritor al pasar la página. La máquina dejó de ser el centro de atracción para los juegos infantiles, quedó abandonada en un rincón de la casa, fue reemplazada por una maquina eléctrica “Starlet”, más silenciosa y de puntadas más finas, cuyo accionar era con un pedal pequeño que no tenía la fuerza suficiente para alcanzar la estratósfera.

Mis viajes se quedaron sin la nave que los catapultara más allá de las estrellas.  Haciendo memoria, el último gran viaje fue al hospital y luego a la casa de doña Aura, dónde después de quitarme las puntadas que unió mis dedos en el saludó del señor Spock, me permitió jugar sin cautelas ni miramientos con una máquina pequeña que se ajustaba a mi tamaño.  Desde entonces no he parado de viajar, cada vez un nuevo destino, en mi último viaje estelar por el espacio tiempo, estoy habitando el cuerpo de un hombre grande que juega a ser escritor y recuerda como de niño jugaba con la máquina de coser de su tía.

Debo darme prisa y terminar esta misión, porque mi nave está próxima a despegar y me espera una nueva aventura.

Carlos Andrés Restrepo Espinosa

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