El músico sabanero, tubista de la banda más emblemática de la cuadra, lloró cuando su hijo mostró interés por el instrumento.
—Ni de mondá te volverás músico
—sentenció el padre—. La música solo trae desengaños.
Ni siquiera la mediación de la
madre logró que el hombre de la tuba cambiara de opinión; él esperaba que su
hijo tuviera una vida mejor.
Así eran las cosas en los tiempos
en que la música no era el estandarte de los políticos para conseguir méritos,
ni el pretexto de la educación para ofrecer una mejor calidad de vida. Tomar el
camino de la música era lo peor que le podía pasar a un ser humano: un
tormento, la peor elección de vida, la forma inimaginada de enfrentarse con la
propia muerte o con sus ahijados, los fantasmas. El músico, nos recuerda García
Lorca, es aquel que tiene duende, quien va y enfrenta a la muerte, la mira a
los ojos y se permite regresar para contarlo a través de cantos. Hacer música,
o ser músico, no es nada sencillo. Orfeo bajó al infierno; él, en el idilio que
representa su búsqueda de Eurídice, nos hereda la desazón, romantizada por la
liturgia de la canción de amor que termina siendo de desamor. El músico sigue
el camino del héroe que enfrenta lo más profundo y oscuro de su ser, para ir en
busca de lo que ama o desea, y, sin embargo, por ese acto recibe su merecido
castigo.
El papá del niño sabanero sabía
que el futuro con la música no sería en nada promisorio: perdición, noches
largas chupando cobre pasado con alcohol, maltrato y mal pago. Eso tendría que
enfrentar si elegía la carrera de músico. Obviamente, el niño hizo caso omiso y
siguió su deseo, porque finalmente de eso se trata la libertad de elección
humana: tenemos el sagrado derecho a elegir de qué maneras sufrir, los modos de
aprender que la vida va dando a su ritmo y entonación, todo ello coherente con
las decisiones. La libertad siempre permite crear la manera propia de irse
desencantando del mundo.
Hoy en día la música ya no se
hace para bajar a lo más profundo del ser, ni para escudriñar los rincones más
oscuros y secretos del alma humana. No se hace para enfrentar la sordera, para
conversar con la melancolía o mirar cara a cara la realidad, con sus fantasmas
y demonios.
De repente, la música se volvió
la salvadora. Niños, niñas, adolescentes y jóvenes son librados de su propio
aprendizaje, del fluir de sus nefandos sentires, de la posibilidad de enfrentar
sus miedos, de afrontar la realidad de estar vivos. Porque pareciera que ahora
la música es un bálsamo que sirve para redimir a las almas justas, con injustas
causas. La música, llevada a las aulas de clase, se convirtió en el sortilegio
que salva a los niños del mal designio de ser ellos mismos.
Cuando la música no era un
pretexto para ser mejor persona, estaba en poder del dios Pan, el de la flauta,
seductor y coqueto, que la Iglesia Católica terminó convirtiendo en Belcebú: el
cabrón, el hombrecillo rojo que, con cachos y con cola, nos arrastra a la
perdición.
¡Ah! Pobrecita la música,
atrapada en conceptos, en reglas de estilo, en discursos académicos, en acordes
irresolutos donde lo rimbombante y lo anodino vienen a amordazarla para hacerla
ver pretenciosa, blanqueada y ungida con bálsamos que le restan honestidad.
Manipulada, sirve de estandarte a
la estrategia políticamente incorrecta de vulnerar los valores y hacer del
aprendizaje un acto esnobista, en el que no interesan los logros cognitivos,
sino los oficiales.
Pese a estas manipulaciones, sus
líneas melódicas son libres: surcan la cotidianidad, atraviesan las maderas
horadadas de una gaita, un pito atravesado o un tambor; serpentean en silbidos
y guapirreos; vibran de dulzor en el beso melodioso que nace del contacto de la
boca con una hojita de naranjo. Clarinetes y trompetas pintan la sabana con
tonadas de porros y fandangos, místicas melodías que no están al alcance del
músico académico que no las entiende, porque no guarda silencio para escuchar,
porque su ego estridula hasta el paroxismo.
El hijo del tubista sabanero se
hizo músico, creció y, pese a que ignoró la advertencia de su padre, aprendió a
transmutar la energía poderosa de la música. Fue más allá, y al moverse de su
lugar se incomodó, y aunque también ha tenido sus desazones, se ha permitido
otros caminos. La música no es ni medio ni fin, es destino ineluctable para
quien es escogido. Ella puede dar la bienvenida y favorecer, como también puede
negarte la invitación a entenderla y vivirla en su magnitud. El músico también
puede malvivirse si no es coherente y responsable en su elección.
La risa es pa’ rila y la música
es pa’ ñola, y la boca pa’ abrirla. La música es presencia, tiempo y memoria; a
la música se debe llegar en libertad, no por imposición. Ella nos conecta con
lo que somos, nos vuelve creativos, invita a desaprender los miedos, nos guía
en el entendimiento y alegra la vida. Sus límites van más allá de una línea
melódica; es más que un paisaje sonoro, más que una escuela o una dictadura
musical, es más que un complejo cuestionario con preguntas orientadoras para
darnos cuenta de que estamos descubriendo lo ya descubierto.
La música, en esta breve
historia, es la capacidad de ser responsable y entender la sabiduría contenida
en el mensaje de un tubista sabanero que le dice a su hijo:
“Ni se te ocurra coger este
instrumento y agarrar este sendero, no te imaginas lo complicado que se vuelve
la vida caminando con una tuba al hombro”.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa