Foto cortesía de Juan David Montoya
Hubo un tiempo —lo juro por los surcos y los soles— en que los alimentos eran
sagrados.
Se partía el pan con las manos abiertas y el alma despierta.
Se murmuraba una oración o un silencio.
El primer bocado no iba a la boca, iba al altar.
Hoy, no.
Hoy comemos como quien saquea, no como quien agradece.
Los alimentos, otrora bendición, se han vuelto sospechosos.
Enemigos invisibles que se deslizan por nuestras gargantas envueltos en culpa y
etiquetas: sin azúcar, sin grasa, sin alma.
Le tememos al cerdo pero no al desprecio con que lo tratamos.
Huimos del colesterol, no del olvido.
Hemos olvidado ofrecer su carne, agradecer su cuerpo, mirar a los ojos del animal
antes del sacrificio. Matamos sin ritual, comemos sin duelo, y luego tragamos
químicos para redimir el pecado que no confesamos.
Nos sentamos frente a pantallas, no frente a mesas.
Masticamos de afán, con el corazón exiliado.
Ni miramos el pan: lo damos por hecho, como si el trigo nos debiera algo,
como si no hubiésemos sido nosotros los que nos encorvamos primero,
quienes domesticamos la tierra y, al hacerlo, nos volvimos esclavos de ella.
Maldecimos el gluten como si el trigo nos hubiera traicionado,
como si no hubiéramos pactado con él desde los albores del arado,
cuando nos rendimos al surco y a la cosecha.
Olvidamos que fue el trigo quien nos hizo pueblo y nosotros, ingratos, lo
devolvemos al campo como un enemigo.
El agua, que antes bajaba danzando de la montaña,
hoy viene por tubos, atada, comprimida, sin memoria,
como un animal domesticado demasiado tiempo.
Le decimos: "No corras", y cuando no corre, la vendemos.
Agua que no has de beber, embotéllala.
Haz negocio. Haz plástico. Haz sed.
Y así, uno a uno, los dones del mundo se volvieron sospechosos.
La papa, el maíz, la fruta, la flor.
No es que nos nutran: parece que nos destruyen.
Todo lo que viene de la tierra lo hemos acusado de veneno.
No porque lo sea, sino porque nosotros hemos roto el vínculo con su alma.
Comemos sin alma y por eso el alma se enferma.
No es el alimento el que nos daña, sino el olvido con que lo recibimos.
Quizá el remedio no esté en pastillas sino en el gesto, en pelar la fruta con
gratitud, en amasar el pan con humildad, en mirar los ojos del campesino, en
volver a ofrecer, compartir, y agradecer.
Que la próxima mesa no sea una trinchera,
sino un altar.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa