Todos los días se levanta a las cuatro y media de la mañana para hacer los destinos y cuando el resto de sus semejantes se levanta a las seis de la mañana ya encuentran su destino creado.
Su oficio es milenario, antes de que el primer hombre abriera los ojos, ella ya estaba en su lugar de hacedora cumpliendo con la misión de ordenar la casa para que todo estuviera dispuesto para el acontecer de lo cotidiano. Amiga de la aurora y cómplice del sol desde su primer albor, ha diseñado desde antes de que el tiempo fuera una urdimbre de segundos minutos y horas, la estructura que soporta el día y la noche en sus aparentes distinciones de luz y oscuridad, con sus acrobacias sencillas y contundentes ha dado origen a los rituales que mantienen la armonía del pueblo que le fue entregado por antonomasia de los dioses, quienes se relajaron cuando vieron que ella podía resolver la vida desde la sencillez de las labores diarias.
Tal ha sido su entrega que las mujeres que vinieron luego aprendieron a nombrar destinos a los oficios cotidianos, desde planchar, barrer, lavar, zurcir, amasar, hasta criar, crear y pensar, gracias a su legado ellas ordenan lo que algunos hombres desordenan.
De estas hacedoras de destinos, he visto muchas todavía ocupadas en tales menesteres, van por ahí a sol y sombra trasegando su misión sin esperar reconocimientos públicos, sin fastos ni oropeles cumplen con su mandado haciendo posible la vida incluso para aquellas que han resentido el llamado de hacer algo para mejorar sus destinos.
Gilma, desde muy joven es una hacedora de destinos, destinos que han ido desapareciendo, como lavar y planchar ropa ajena, lo hacía en la quebrada con su hermana y otras mujeres lavanderas, recogían la ropa en bolsas de trapo, se reunían en las acequias cercanas a su casa y allí contra las piedras estregaban las prendas de familias enteras a cambio de unas cuantas monedas. Al clarear el día, recogían las encomiendas en los domicilios e iniciaban la ronda de enjuague, despercudido, secar al sol en las mangas, planchar y entregar todo en una sola jornada.
En una ocasión la quebrada se creció, el ganado que abrevaba de las fuentes cristalinas saltó en estampida a las partes altas, vieron que una borrasca se les venía encima, las lavanderas alcanzaron a reaccionar recogiendo las prendas que estaban tendidas en torno a la quebrada, las que estaban en proceso de lavado fueron arrastradas por el cauce, no se explican cómo pudieron salvarse, Gilma y las otras mujeres buscaron refugio quedando del otro lado de la creciente, lejos del camino a sus casas, el día se oscureció de repente, titiritando de frío y espanto vieron alejarse entre la corriente camisas y pantalones que se anudan entre sí como buscando salvarse de morir ahogados.
Las mujeres guardaron un respetuoso silencio por aquellas prendas caídas, hasta que una de ellas rompió el mutismo con una frase que al sol de hoy se repite en algunas familias del lugar cuando les ocurre una situación adversa: “Nos joimos Gilma”.
Desde aquel día no volvieron a la quebrada, siguieron con su oficio de lavanderas sacando agua del cementerio, único lugar del sector donde llegaba el preciado líquido, a los muertos no les hace mucha falta y el sepulturero entendido en lujos de muertos y necesidades de vivos les permitía sacar el agua.
Así el agua que habría de convertirse en jugo putrefacto en floreros blancos con formas de ángeles, termina limpiando las ropas de los ricos del pueblo y, hervida en los calderos de las humildes casas de las lavanderas, se transforma en caldos y agua de panela con las que levantaron a sus hijos, puesto que en eso consiste ser hacedoras de destinos.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa