Vivir en la ciudad es tener a cada instante un motivo para sacar el cascarrabias a flote, vivir de mal humor es la condición a la que cada mañana te arrastran las dinámicas de lo urbano; esas dimensiones que para muchos son naturales y en las que se mueven como pez en el agua para mí todavía siguen siendo motivo de mortificación.
Al comienzo traté de hacer un examen personal de que tan
melindroso podría ser y si era mi nivel de intolerancia el que me estaba convirtiendo
cada mañana en un sujeto amargado y no en aquel mechudo feliz que silbaba
mientras iba al colegio por la manga del hogar Juvenil entre matas de mora
y de mortiño; allá en los tiempos de pueblerino cuando tenía la idea de
que la educación era un camino de oportunidades, luego del examen minucioso
pude constatar que aún siendo honesto y reconociendo mis propias carencias y
mis escasos conocimientos; vivo en una ciudad muy maleducada, todos tienen el
chip puesto al revés, lo indebido aquí es debido y lo normal es anormal, no hay
civismo, no se respeta la vida, los autobuses aceleran cuando ven que el peatón
está cruzando por la cebra, otros peatones cruzan las calles entre los carros, el
que va a pie es el que tiene que tener retrovisor, poner estacionarias y marcar
el pare, además apearse del bus en pleno movimiento, mi lugar preferido
para ver el mundo al revés es el metro, desde que entras te advierte una voz
ramplona mal articulada y con acento de gamín local que advierte que no se
deben descuidar las pertenencias, seguido a esto una sarta de instrucciones de
todo eso que no se debe hacer y tácitamente todos ignoran.
Cada mañana empieza así mi calvario cuando tomo el metro en la
estación más cercana a mi casa, en efecto es una maravilla descubrir el poco
tiempo que tardo en llegar al trabajo usando este medio de transporte; que cada
vez se va tornando en el único de la ciudad, es toda una aventura ingresar al
sistema, los torniquetes son pocos, las estaciones diminutas, pensadas para un
pueblo, justo a lado y lado de las puertas de acceso al vagón siempre hay dos
personas obstaculizando el paso lo que deja solo un reducido paso para
qué el que está adentro salga y el que está afuera que en este momento soy yo,
no alcance a ingresar y deba rabiar y esperar el siguiente vagón en el que se
repetirá la misma historia.
Inicialmente vi que eran ciudadanos de mal aspecto los que usaban
este lugar para hacer el recorrido, ese maldito lugar común que llaman área de
las puertas y en el que todos quieren vivir, he podido constatar que es el
lugar preferido de los jóvenes bachilleres que pagan su servicio militar
parados en el área de las puertas, las señoras cargadas de bolsas, bolsos y
bolsitas, hacen su visita en el área de las puertas, los muchachos de chompa
que llevan las capotas sobre sus aceitosos cabellos de ángel; chatean en el área
de las puertas, los altos ejecutivos vendedores de biblias, los campesinos con
sus cajas cargadas de revuelto, los estudiantes con sus lecturas previas
al parcial, los perdidos con su cara de espanto, los vivos con sus uñas largas,
el turista con su cámara alerta de algo pictórico, todos en un batiburrillo de
olores y brazos levantados buscando asirse de una barra que no existe, por
tanto tras cada remesón del vagón los unos se abrazan a los otros en ese
frenesí que los lugares comunes nos permite padecer.
Justo esta mañana tuve una epifanía que me ha permitido ir
entendiendo un poco el comportamiento de los ciudadanos de este promontorio de
ruinas y bibliotecas públicas; dadas las incomodidades que me ofrecen los
viajes en el tren, aprendí a viajar sin darme cuenta, por un descuido en la
práctica de este ejercicio noté que el vagón iba casi vacío, muchos lugares
para sentarse estaban libres y sin embargo en cada una de las puertas habían
dos personas a lado y lado haciendo su labor de obstaculizar la salida y
entrada de uno que otro pasajero y entonces me surgió una posible explicación;
los usuarios de este sistema lo hacen como un rezago cultural del transporte en
chiva o camión escalera; esos coloridos vehículos que sirven como medio de
transporte en muchos pueblos, estos vehículos en lugar de ventanillas tienen
unos travesaños de hierro que permiten que entre el viento, el agua y el
paisaje, no tienen puertas y en ellos las personas viajan amontonadas
compartiendo espacio con gallinas, marranos, bultos de cuido y cajas con
mercado, además suelen llevar pasajeros en el capacete, colgados de atrás, de
los lados, un ayudante que hace la veces de cobrador se desplaza de manera
acrobática entre las galerías de bancas que son unos tablones incómodos y
generalmente forrados en una simulación de cuero de color rojo soportado con
tachuelas en forma de estrella.
Lo vi con mucha claridad, lo que tenemos aquí es nostalgia de
pueblo, ¿quién no anheló en la vida ser ayudante de bus o de camión escalera,
colgarse de la puerta, apearse del vehículo cada vez que un nuevo pasajero
llegara a su destino para darle paso y luego volver a entrar al artefacto y conservar
la posición exquisita de ir en la puerta?
Está en la sangre, también he visto en el metro que los pasajeros
imitan esto, entran y salen de manera amable para permitir la salida, pero
vuelven a ubicarse en el mismo lugar, pese a que por los parlantes voces ora robóticas
en español y en inglés local insisten en despejar el área de las puertas, como
si eso tuviera un significado concreto para los usuarios.
El metro en la cuidad es una chiva con seis vagones, en la que las
puertas estorban, deberían quitarlas, me digo como parroquiano de esta cultura,
¡sí! que las quiten y permitan que las personas salga correteando detrás del
metro y logren subirse en pleno movimiento y desciendan a su gusto sin que el
tren se detenga, eso optimizaría el tiempo de servicio y agilizaría la duración
en plataforma, de todos modos ya se está haciendo algo parecido; la puerta se
abre sin que el tren pare su marcha, ese sistema es muy bueno, hace que todos
trastabillemos al salir y a empellones los otros entren, sería muy bello en
esta ciudad de innovaciones un metro sin puertas y pintado de colores, eso sí
que sería cultura sigo pensando mientras busco como salir entre la calle
de honor que los cívicos ciudadanos me ofrecen a la salida del vagón y sus
delicados insultos cuando les digo por mi cuenta que dejar salir es
entrar más fácil, recibiendo a cambio su insulto y la recomendación de: si es que no le gusta coja taxi, pero
ese tema es peor, así que dejemos ahí que se me acabó el espacio para esta
columna.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa
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