Una noche de verano tras una llovizna leve que remojó los adoquines de las callejuelas desiguales del pueblo triste que me vio nacer, entré al café Luna Park, me senté en la segunda mesa junto a la pared izquierda, debajo de una “Postalina” en la que una mujer nívea levanta a un niño, una segunda mujer aparece en la imagen indiferente, portando unas rosas blancas, da la impresión que te estuviera mirando, en el cuadro es la única consciente de que no es más que una estampa, a la izquierda del recuadro hay cuatro ángeles y cinco palomas, dos de ellos miran al niño que la mujer levanta en sus brazos, en la quietud de sus rasgos exquisitos llevan años atrapados en el marco de bisel liso, muy moderno para la antigüedad de la imagen, junto a esta un decorado en madera con una taza de café humeante forjada en hierro anuncia el nombre del lugar con una inscripción que indica que existe desde 1907. Me recuesto en el taburete y miro al rededor.
Tras dar varios oteos al recinto advierto que enfrente hay un hombre ataviado con ropajes de otros tiempos, lleva un sombrero de fieltro a la usanza gardeliana, porta levita negra, camisa azul clara y una corbata roja con estampado de flores blancas en sutil relieve, pantalones negros de gabardina con unas bandas laterales de satén finamente terminados en un ruedo de pespunte sobre unos botines de charol negro impecables, aprecio en sus gestos el donaire de esos que ya no portan los hombres del lugar en los tiempos que corren. Me le quedo mirando con asombro y el hombre se incomoda cuando se siente descubierto, me mira con gesto adusto, siento un escalofrió, como si la temperatura cambiara de repente, hago un registro rápido del lugar y los demás siguen en sus mesas sorbiendo el café ocupados en sus asuntos, antes de regresar la mirada al lugar donde estaba sentado el hombre hago una nota mental: Esto está como para literaturizar, si al volver la mirada el hombre sigue en su lugar lo vuelvo narrativa y en caso contrario, termino el tinto y me voy a dormir que ya me está afectando el cansancio del día. Al regresar la mirada el hombre seguía ahí.
Me miró sombrío, se levantó de su lugar y se vino en mi dirección, se me erizó el pellejo, como cuando un perro bravo me ladra, se sentó a mi lado, tomó mi pocillo y le dio un sorbo al café, - ¡ah¡, -por fin alguien que lo toma sin azúcar, -dijo y siguió dando sorbos, reclinó el taburete contra la pared y cruzó las piernas en un sobrio carrizo que le procuró más estatus a su presencia, sin dirigirme la mirada dijo: -llevo aquí cien años, sé que estoy muerto pero no puedo salir, desde entonces vivo en este lugar, nadie me ve, ni el bartender. Los días los paso sentado en las mesas de las personas solitarias; cuando un no muerto ocupa una mesa y quedan libres las demás sillas es una invitación abierta para que nosotros los que estamos en transición tomemos asiento, es la única manera en que podemos hacerlo, cada que el anfitrión deja el pocillo sobre la mesa es nuestra oportunidad para dar un sorbo, generalmente está tan entretenido en sus pensamientos que no se da cuenta que el café se merma más de la cuenta y que se enfría muy rápido, es por eso que las personas solitarias toman tanto café, porque lo comparten con los fantasmas, sin saberlo.
Es la primera ocasión en que me siento descubierto, pero no se preocupe, no tengo la potestad para hacerle daño, los fantasmas que pueden manifestarse a voluntad son los de aquellos que no saben que están muertos, pero nosotros los conscientes estamos destinados a la eternidad hasta que alguien de alguna manera nos presienta.
Intenté hablar, pero el hombre prosiguió: Los días son breves y las noches eternas, cuando el salón cierra sus puertas me desvanezco, la oscuridad reina y en ese reino todos somos súbditos, podría decir que es como dormir pero sin sueños, es la única manera en que dejo de ser, la cafetera se apaga y sus efluvios se dispersan entre los vapores de los orinales, cuando el dueño del cafetín cierra las puertas este se vuelve mi tumba, disuelto en tal oscuridad olvido quien soy hasta que los primeros rayos del sol atraviesan las hendijas de las puertas como una premonición del nuevo día y veo de nuevo al dueño abrirlas y lo único que advierto distinto es que cada día llega más viejo.
No tengo una vida, esto si pudiera darle un nombre sería una existencia transitoria, pero que no tengo certeza de hasta cuándo será, cuando hacia parte de los no muertos abrazaba la esperanza de un descanso eterno, pero no he descansado y aunque no siento el peso del cuerpo, esta levedad es más agobiante que el agotamiento de una jornada de trabajo.
Con el nuevo día se despierta la sed, una sed inagotable y con ella los recuerdos del hombre que fui, la sed la voy calmando con los sorbos que le doy a los pocillos de café humeantes, con suerte al lugar llegan muchos solitarios como yo y puedo sentarme a ofrecerles mi intangible compañía, pero los recuerdos son insaciables, llegan en serpenteantes ráfagas y en ocasiones me nublan a tal punto que no puedo diferenciar entre los hombres reales y los imaginarios.
¿Puede contarme uno de sus recuerdos? -le dije emocionado, mientras le indicaba al mesero que me sirviera otro café, a esa altura de su monólogo había captado toda mi atención, no le di importancia a su fantasmagórica historia, para mí era un personaje más de los que frecuentan el lugar donde el tiempo parece estancado, lo único llamativo era su atuendo, pero era costumbre en algunas personas del lugar su excentricidad al vestir y como llevaba un buen tiempo fuera del pueblo, aquel regreso al café que habían frecuentado mis abuelos me tenía fascinado y decidí entregarme y escuchar al misterioso hombre que me hacía compañía sin importar quién era y si estaba fuera de sus cabales, su forma de conversar era grata y me dejé llevar por sus historias.
Los recuerdos que me asisten son vívidos, a veces son imágenes, en otras ocasiones son voces, continuó diciendo, el más persistente es el de una mujer, ella me reprocha que la haya abandonado y ni siquiera la conozco, me jura su amor, la voluntad con que se entregó para mí, abandonando sus propios sueños, pese a que es incisiva con su historia no hay nada que me conmueva, llora y sus lágrimas inundan el lugar, dice que la dejé sola con seis hijos, no entiendo de que habla, algunas veces su voz se vuelve estridente y clama por mi atención diciendo: ¡recuerda!, ¡recuerda!, pero yo no siento nada, la ignoro y desaparece para dar paso a otra voz y así sucesivamente van llegando oleadas de asuntos impersonales.
Un caballo azabache galopa en la calle y siento como disminuye el paso y entra al café, sus herraduras repiquetean en las baldosas y se resbala sacando chispas, se para enfrente, sacude su cabeza y la acerca, alcanzo a sentir su aliento cálido, el sudor que deja una larga trashumancia, cierro los ojos y lo sigo viendo, ese es el asunto con los recuerdos de un fantasma, ni con los ojos cerrados se deja de ver, le doy la espalda y consigo que se aleje. Así son las presencias o mis alucinaciones, no estoy muy seguro en como nombrarlas, asimismo me pasa que con los días voy olvidando las palabras adecuadas, en cien años sin conversar he perdido la práctica, disculpará usted la torpeza en mis historias y si me contradigo o encuentra incoherencias, hace tiempo que no sé quién soy y aquí sigo, sin saber porque sigo consciente.
El hombre de levita se levanta, da un rodeo, asalta las mesas vecinas robando un poco de café, en un ademán que ha venido repitiendo durante su charla y regresa a mi mesa.
La única sensación de la que puedo dar cuenta es la del café llegando a mi boca, su sabor me reconforta, siento su viaje por mi deletéreo ser, a falta de sangre recorre mis venas y llega hasta mi corazón, me recuerda que un día fui real, pero solo dura un instante, por eso busco en cada sorbo la única satisfacción de la que puedo dar cuenta. Hace unos días robé un sorbo a un hombre de sotana que se sentó en la última mesa, al fondo del salón, estaba con una libreta tomando apuntes, cuando le di el sorbo a su taza una sombra negra empezó a rodearme, era agresiva, de un tirón me alejó, desde entonces cada que tomo del café de otros me llegan perspectivas al parecer de la persona, como si el café fuera portador de las miserias del vivo.
¿Recuerdas tu nombre? -Le dije, por aportar algo a la conversación, que siendo honesto ya me estaba agotando, sentía que el tiempo se estaba volviendo eterno, las ganas de salir de aquel lugar empezaron a apurarme y no quería ser descortés con el caballero que me había regalado tan particular compañía. Tras mi pregunta, el hombre permaneció en silencio, un silencio que se prolongó en sus ojos estáticos y sin brillo, se balanceo en el taburete y se dejó caer contra la pared, era como si de repente se hubiera sumergido por fin en un recuerdo auténtico, abandonado en su ensimismamiento aproveché para pedir la cuenta, el mesero tuvo tiempo de cobrar, traer los vueltos, agradecerme la visita y el hombre seguía allí en su introspección, daba la impresión de estar en un viaje infinito como quien hace el recuento de una vida.
Jesús Antonio Cabrales García -dijo en voz alta, interrumpiendo de repente su mutismo, salí de mi finca en mi caballo un domingo para asistir a la misa de diez y media de la mañana, al salir vine al Luna Park a tomar un café y al dar mi primer sorbo un dolor agudo se instaló en mi pecho, perdí el equilibrio, caí al suelo, algunas personas me auxiliaron, llamaron al cura antes que a un médico, el cura se negó a dar la extremaunción en un bar, cuando el medico llegó ya era demasiado tarde, mi esposa me esperaba en casa con mis hijos, nunca más regresé, sentí culpa, decidí olvidar, mi cuerpo lo sacaron del lugar, pero mi alma sin memoria se quedó a terminar el café.
Gracias a usted que me escuchó y se interesó en saber mi nombre ahora recuerdo todo, me dijo, impulsó su cuerpo hacia adelante en actitud atlética y se puso de pie, el peso parecía volver a sus pies, caminó rechinando sus zapatillas en el piso de baldosa, un caballo azabache se acercó, atravesó la puerta, el hombre puso su pie derecho en el estribo y lo montó, se dio la vuelta y los dos salieron del café, lo vi alejarse mientras con gentileza batía su mano.
Me sentí aliviado, el hombre necesitaba ser escuchado, transferir su memoria. Sonrío, es la primera vez que veo a un fantasma liberarse, siento una profunda sed y cuando voy a tomar el pocillo para darle un sorbo a mi café, mis dedos no logran asir la tasa, una naciente levedad empieza a habitarme, en la mesa de al lado hay una mujer sentada con cara triste, le pregunto la hora y no me responde, insisto en la conversación y soy de nuevo ignorado, por un impulso que se me hizo familiar tomo el pocillo de café que tiene en su mesa y le doy un sorbo y sin problemas puedo llevarlo a mis labios, el café me refresca y en aquel sorbo me llegó toda la información de su tristeza, la vi siendo una niña correteando por un prado repleto de mortiños, la vi siendo una mujer dejando ir su amor entre sorbos de café, sentí lástima por ella y cuando decidí abandonar el recinto, no pude atravesar la puerta, una fuerza que ya no puedo precisar me regresó a la mesa y aquí sigo esperando a que alguien venga para saciar mi sed, en la taza del café de su soledad.
Carlos Andrés Restrepo Espinosa