jueves, 22 de febrero de 2018

LOS LUGARES PROPIOS





"...No hay lugares naturales o naciones sustentadas en bases genéticas o raciales, lo que hay son lugares del espíritu, lugares culturales custodiados por las obras de arte, ya que solo los lugares poetizados son habitables y los verdaderos lugares los fundan los poetas y los artistas..."(Pardo, 1998)


Inicio con un comentario que hace el filosofo español José Luis Pardo en su -ensayo sobre la falta de lugares-, acerca del pensamiento que tenía Martin Heidegger sobre la noción que tenemos del origen de nuestros lugares, o de nosotros en los lugares que habitamos y lo hago porque mas allá de un asunto filosófico o intelectual he ido descubriendo que es la falta de esos lugares en los que se configuraban nuestras prácticas cotidianas lo que nos ha desordenado un poco el corazón y con él la vida, llenando de nostalgia lo que antes ocupaba el regocijo.

En la época de mi primera juventud, uno de mis lugares preferidos eran las barandas de cemento de la rampa para acceso vehicular del atrio de la catedral de mi pueblo Jericó, este era mi punto de encuentro con los compañeros del colegio, mis primeras citas de amor y también el lugar de avistamiento de las niñas a la hora de salida del colegio; era un lugar satélite importante para el tráfico de chismes, comentarios o descubrimientos; para no demeritar el uso de las burdas barandas diré que también era común ver allí a solitarios que abandonados a la intemperie extraviaban sus miradas y vueltos parte del paisaje terminaban haciéndose invisibles.

Los lugares se moldean, se acomodan, cambian sus estructuras, por la forma de ser habitados toman la sustancia que les dará sustento en la acción diaria; ahora ese lugar no existe, por lo menos no en lo físico, fue desplazado y en su lugar solo queda un generoso vacio que da amplitud al ingreso de los fieles devotos que llegan en bandadas de peregrinos en búsqueda de un milagro que les aleje de "el límite primero inmóvil del cuerpo continente" (Duque, 2006), de esa miseria de no entender que la enfermedad es también el límite entre lo inmortal y lo efímero, aviso de un lugar que en sí mismo limita lo limitado; ahora los personajes poetizados por la cotidianidad, aquellos que se permitían el lujo de ser invisibles y al mismo tiempo marcar el paisaje con el estruendo de su normalidad han sido desplazados con sus  prácticas de otrora a lugares marginales.

La añoranza de espacios acude a otros coterráneos con sus respectivos lugares que habían tomado como propios y que poco a poco fueron desapareciendo o desplazando y en su parte erigido construcciones que borran de tajo la memoria y reducen a polvo el origen y la importancia de su significado.

"La casa del abuelo fue demolida para poner en su lugar un parqueadero; se lamenta un parroquiano con otro al que el ensanche se le llevo por delante la manga de guayabos donde todavía su niñez se sigue columpiando"
Venteros de medallitas milagrosas, escapularios mercedarios y laurinos, réplicas en miniatura de bustos a escala de la Santa de moda, brebajes mágicos, pócimas y unturas pululan por las calles, acampan en las esquinas principales, aturden con sus ficciones y recrean un lugar tan fascinante que dan ganas de creer.

Pero no solo de los espacios físicos hemos sido desplazados; hay una creciente pérdida de los espacios mentales siendo ocupados por artificios, por advenedizas ideas de confort, el bienestar ya no es medido por la tranquilidad mental, por el buen aire, por la calidad del agua, el respeto por los derechos a tener un lugar común donde poder converger con nuestras diferencias sin que eso implique la destrucción de nuestras formas de morar, no, nada de esto importa, solo el poder adquisitivo, no importan las aflicciones del otro, su angustia, el miedo que todos los días hace su trabajo de carcomer la esperanza,  lo importante ya no es lo trascendente, los nuevos espacios se configuran para no ser habitados, lo estéril se levanta sobre lo que era fecundo y este emplazamiento genera otra noción de origen.

La vecindad ya no es el lugar certero donde a pesar de los rasgos distintivos todos terminábamos siendo los mismos, la vecindad se localizaba en el barrio, un parque, el salón de billar o en el comedor familiar, ahora ya no se define por un lugar propio, en palabras de Foucault; el emplazamiento sustituye la localización, pero redefine las relaciones de vecindad entre los elementos que la conforman.
Quizás parte del malestar que expongo y que bebe del rumor generalizado en los habitantes del pueblo donde ahora vivo mi segunda juventud, es la queja de si nos quedará espacio donde seguir viviendo, si la minería nos dejará sin agua, si las reforestadoras van a dejar a los campesinos sin tierras para labrar el pan coger, así mismo, de que manera van a circular los bienes, ¿cómo se constituirá a futuro el territorio que ven amenazado?, un territorio que para muchos tiene sus límites en el marco de la plaza y para otros va hasta los espacios imaginados, habitados por las formas  de relacionarse con la memoria, con la identidad y con la idea que tienen del vivir.

Siendo honesto, mi lugar propio es un lugar poetizado, un idílico pueblo que heredé de las historias que los grandes contaban, habito una completa ficción de la memoria,  por tanto, vivo en lo inexistente, por poner conversa y usar un soporte de esta idea que me ronda puse mi ejemplo de las barandas del atrio, pero estoy seguro que cada habitante de Jericó tiene su lugar propio o lo tuvo, o está por configurarlo.

Soy el producto de un cuento, vivo una narrativa que sufrió una ruptura en su línea del tiempo y sin embargo, se adaptó al medio derruido y siguió habitando un espacio ilusionando otro tiempo, soy un idílico sujeto que sigue sentándose en las barandas de hormigón a la entrada de la catedral, no en espera de un milagro, no presumiendo ser parte del paisaje, sino en espera de las cinco de la tarde hora en que empiezan a desfilar las colegialas y entre ellas la más bonita, aquella que desacraliza para siempre mi tiempo y me aquieta con su furtiva mirada en ese lugar propio de la espera, la incondicional esperanza de los que estamos solos.

Gozoso y lucido de estar en crisis, ese privilegiado estado en que habito y que reconozco ávidamente en mi existencia, me arrojo a la idea de no estar tan solo al encontrarme habitando entre canciones que hicieron otros, navegando en los ideales de los sabios y naufragando en lo inefable de la poesía, lugar del espíritu, mi lugar propio.

CARLOS ANDRES RESTREPO ESPINOSA

jueves, 8 de febrero de 2018

ENRIQUITO EL LAMPARERO


Por decreto emanado de alguna voluntad divina, el señor cura decidió acabar con las cerillas y Enriquito el lamparero se quedó sin su trabajo. En aquel entonces, el pueblo tenía más devotos del señor caído que los que cualquier santo futuro pudiera merecer. Las lucernas mantenían viva la llama de la esperanza para los habitantes de aquel terruño, quienes, convencidos de ser el pueblo elegido, nunca se preocuparon de su venida a menos, una caída tan progresiva que nadie se dio cuenta hasta que no hubo nada que hacer. 

Las cerillas de parafina eran traídas de la capital en guacales de madera y atesoradas en la sacristía, cada caja contenía mil unidades que eran vendidas a cincuenta centavos. Para evitar el incordio de la transacción en recintos sagrados y a fin de que Enriquito no se untara la mano con el dinero de Dios, se había dispuesto de una alcancía metálica en la que el devoto depositaba la moneda y sacaba la cerilla de un tarro, para ser entregada luego al lamparero quien se encargaba de encenderla; entretanto, el penitente se arrodillaba santiguando su frente, elevando los ojos y extendiendo los labios en un rictus de éxtasis susurrando las peticiones a la imagen inmóvil y lacerada, de ojos huidizos del Señor Caído.

El camerino se mantenía ardiente, un abrigador calor se conservada permitiendo a los frágiles rezanderos sentir alivio de sus dolencias de artritis, de vientos encajados en el cuerpo o de tirones musculares, de formas misteriosas se vale el señor para sanar a sus hijos. Después de media hora de estar en el lugar, el devoto sentía un alivio que guardaba en el silencio de su corazón. En aquel tiempo los milagros aún no se habían capitalizado y cualquier manifestación de sanación era natural, algo entre Dios y el penitente, un arreglo que no tenía ningún mediador, salvo para algunos, el lamparero, a quien le encargaban seguir encendiendo por ocho días consecutivos una cerilla, para mantener encendida la luz de la gratitud. 

Enriquito era un hombre de baja estatura, tenía una particular forma de afeitarse las patillas hasta las cienes, haciendo arco en las orejas, vestía de cachaco, usaba sombrero de fieltro que siempre llevaba sobre la frente. Al caminar arrastraba los pies por causa de los zapatos que siempre le quedaban grandes y las medias se le enrollaban sobre los tobillos blancos y esqueléticos. Todos los días llegaba antes del rosario y se disponía a cumplir con su oficio, limpiando los lampararios, retirando la esperma con la uña del dedo pulgar, que para tal menester la conservó siempre larga como herramienta eficaz en su labor.

Las llamitas se unían para simbolizar la luz que aquel pueblo construía cada día con sus acciones, no era solamente el producto de un fervor religioso, en efecto la iluminación estaba en la consciencia de los habitantes que se esmeraban en avivarla, se reflejaba en sus poetas, los artistas, en aquellos hombres con el don de la palabra que se destacaban tanto en el púlpito, como en el estrado, en el aula o en la mesa de un café. Era una comunidad brillante, esto no significaba que no tuviera sus eclipses y apagones repentinos, pero se tenía más claridad en los designios que definían sus acontecimientos, porque la luz, no solo era artificial, sino que obedecía a un fuego interior que desde la fundación se heredó por generaciones, sustentado en el brillo de sus ideas y pensamientos de avanzada que llevaron a sentir jubilo y orgullo por una comarca, que sin necesidad de ínfulas fue pionera en la industria y el comercio, cuna de pensadores, intelectuales y hombres de ciencia que expandieron su luz a otras geografías, a otras dimensiones.

Por temor a que el fuego provocara un incendio, la luz fue prohibida y las cerillas declaradas ilegales, pero las alcancías no, en la actualidad, estas hacen parte de un aparato eléctrico que al introducir una moneda enciende una simulación de velilla con una luz mortecina, que generalmente solo enciende después de echarle dos o más monedas.

Muchos años después de mi larga ausencia regresé al lugar de mis añoranzas, una frase de Milán Kundera da vueltas en mi cabeza: “Aquel que abandona su tierra no es feliz”, regreso pretendiendo darle razón al escritor checo, soy un forastero en mi propia tierra, no me reconozco en nadie, las miradas de las personas que encuentro a mi paso carecen del brillo al que estaba acostumbrado, los rostros de los hombres que languidecen sentados en el parque carecen de surcos de felicidad, da la impresión que el soplido que apagó las velas del templo fue tan fuerte que alcanzó la llama interna de sus habitantes.

Camino por la calle que conduce a la puerta del perdón, quiero entrar a esa mole de concreto que levantaron tras mi ausencia, me parece que veo caminar a mi lado a Enriquito, llevando de gancho a su hermana ciega “Mariíta”, atravesamos la puerta, me quedo contemplando su cara alargada y pálida mientras se pasea por la nave izquierda del templo, desaparece entre las columnas con esa gracia cinematográfica que tienen los fantasmas, un frío intenso me sobrecoge, así nos comunicamos los muertos, doy vuelta para salir del lugar, en un camerino frío y solitario reza una vieja desdentada mientras un grupo de turistas rubios y zanquilargos posan para una foto que no tendrá más memoria que la de un día de paseo en una pintoresca aldea cada vez venida a menos, con tantos distractores políticos y fachadas de colores que no ha podido darse cuenta de la oscuridad en la que está viviendo. 




CARLOS ANDRES RESTREPO ESPINOSA


LA VIDA EN ROSA

- ¿Cómo le parece pues la propaganda que nos montaron aquí? - Me dijo el burro carretillero del pueblo mientras señalaba con sus labios en f...